Diego Macera

¿Cómo se arregló la parte fiscal en el Perú de inicios de la década de los 90 y qué lecciones se pueden extraer ahora? Desde los ingresos, el proceso fue complejo –Jorge Baca lo cuenta con detalle en el libro “La reforma incompleta”–, pero quizá se podría resumir en la efectividad de hacer más simples y parejos los impuestos que se aplican, además de fortalecer la institucionalidad del sistema. Se eliminaron varios impuestos (64), pero también exoneraciones (41 solo en IGV e ISC) que privilegiaban a pocos; se estableció una base general de IGV e Impuesto a la Renta; se limitó la interferencia política en las decisiones presupuestales, entre otros puntos.

Releer la historia se hace especialmente relevante ahora. Agosto de este año fue el cuarto mes consecutivo de déficit fiscal anualizado en 4% del PBI, una cifra demasiado abultada para una economía como la peruana. El 2024 podría cerrar con una diferencia negativa entre ingresos y gastos de 3,3% del PBI, incumpliendo –nuevamente– la regla fiscal. El problema, como es obvio, es que los gastos han crecido más rápido que los ingresos. Mientras que los primeros se expandieron en casi un 10% interanual entre enero y agosto, los segundos permanecieron sin mayor variación. El gasto en remuneraciones del sector público ha crecido fuerte, y el de inversión pública –sobre todo en los gobiernos regionales– aún más. Si este ha servido para cerrar brechas o mejorar competitividad, esa es otra historia.

Ordenar mejor el gasto es indispensable y, en términos fiscales, es la prioridad. De este lado, posiblemente el riesgo más grande ha sido la interpretación del Tribunal Constitucional respecto de la facultad que tiene el Congreso para crear gastos fiscales siempre que no sucedan en el mismo año. Esta es una lectura muy peligrosa y va en contra de uno de los candados económicos básicos de la Constitución de 1993 –a saber, que el Legislativo no puede hacer populismo con el presupuesto–. Otro forado de antaño es el de la empresa pública. En particular, Petro-Perú. Las privatizaciones de los 90 se hicieron en parte para evitar justamente estas decenas de millones de soles que estamos destinando a cubrir la mala gestión empresarial del Estado.

Desde el lado de los ingresos, los aprendizajes también se pierden en el tiempo. El trabajo que se hizo para uniformizar el IGV desde finales de 1990 se erosiona con tasas especiales para restaurantes y hoteles, que amenazan con extenderse a peluquerías y otros sectores con suficiente capacidad de lobby. Industrias a diestra y siniestra exigen exoneraciones porque son “estratégicas”. Pedidos de Impuesto a la Renta cero para zonas económicas especiales empiezan a sonar con fuerza, lo mismo que presiones para no regularizar progresivamente el Impuesto a la Renta del agro hacia la tasa general, como ya se había aceptado. Esfuerzos para finalmente hacer un mejor uso del subsidio del ‘drawback’ enfrentan también resistencia. Todos los sectores son, pues, especiales. Todos merecen un trato especial. Igual que hace 35 años.

Lo mejor para cerrar la presión del déficit, se sabe de sobra, es el crecimiento económico. Esa es la mejor política fiscal. Pero se debe pensar en un círculo virtuoso de gasto público de calidad –que mejore competitividad– y una estructura tributaria sin privilegios –que fomente inversión sin poner el dedo en la balanza–. Esa combinación promueve el crecimiento, limita gastos superfluos, recauda adecuadamente, y el ciclo vuelve a empezar. Esa fue al menos la intuición de las reformas de los 90 y que generó excelentes resultados. No está de más releer la historia.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Diego Macera es director del Instituto Peruano de Economía (IPE)