La fábula del precio bajo, por Alfredo Bullard
La fábula del precio bajo, por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard

Los precios siempre están de moda, pero más en épocas electorales. Despiertan pasiones y polémicas. Desde Acuña diciendo y desdiciendo cómo se deben controlar los precios hasta Alan García señalando que hay que bajar las tasas de interés y las comisiones de las AFP, todos los candidatos, de una u otra manera, se refieren a los precios en sus programas y propuestas.

Pocas cosas son tan mencionadas y tan poco comprendidas. Por ejemplo, se suele decir que es bueno bajar los precios. ¿Está usted seguro? ¿Qué pasaría si del precio del que estamos hablando es su sueldo? Finalmente es el precio que se paga por su trabajo. 

Lo que pasa es que los precios bajos son percibidos buenos para quien los paga y malos para quién los cobra. Si usted compra un carro se quejará de cómo han subido. Pero cuando venda ese mismo carro no le gustará que le paguen poco. ¿Es malo el precio alto? Depende de qué lado esté.

En realidad, los candidatos (y la mayoría de nosotros) están muy confundidos. No es un objetivo ni una función de los precios el ser bajos ni el ser altos. La función de los precios es transmitir información.

Imaginemos al precio como un semáforo. Cuando la luz está roja de un lado de la calle le dice a quienes vienen por la misma que no es bueno cruzar. Y a los que están en la calle donde la luz está en verde le indica que crucen. Las luces rojas y verdes no son malas en sí mismas. Cumplen la función de dar información para ordenar el tráfico.

Los precios identifican la escasez relativa de un bien o servicio en relación con su demanda. Si un derrumbe destruye la carretera y no pueden llegar sandías a la ciudad, los precios de esa fruta subirán. El precio alto es la luz roja que le indica al consumidor que la sandía es escasa y que es mejor que compre melones más baratos. 

Por el lado del proveedor, ese mismo precio muestra una luz verde. Le dice que si importa sandías le pagarán bien, con lo cual buscará formas de obtenerlas y así satisfacer la demanda. Los precios ordenan el tráfico del mercado y crean los incentivos para mejorar el bienestar general.

En la época del primer gobierno de Alan García el semáforo de precios no funcionaba porque estaba intervenido. Alan creía que los precios bajos eran buenos. Por eso los controló. El semáforo decía entonces a los consumidores “compra arroz porque es abundante”. Pero al proveedor el precio controlado le decía “no produzcas porque ganarás poco”. El resultado era un lenguaje engañoso: la gente quería comprar mucho y los proveedores querían producir poco. El resultado era poco arroz y colas interminables.

Los controles convierten a los precios en grandes mentiras. Si no me cree, mire a la Venezuela de Maduro.

Pero qué pasa con el monopolio o el oligopolio. ¿Acaso no pueden manipular el lenguaje de precios de la misma forma? Sí y no. En realidad lo que hace un monopolista es producir menos y así eleva el precio. Pero si manda esa señal el precio le dice a otros potenciales proveedores que entrar en ese mercado es atractivo porque se puede ganar mucho. El resultado es que la luz verde a otros proveedores termina acabando con el monopolio.

En realidad, el problema no son los precios sino las barreras de entrada al mercado. Si el monopolio sube el precio y no pueden entrar competidores nuevos porque, por ejemplo, el Estado pone muchos trámites, o porque los costos de entrada son muy elevados, el precio no bajará. La luz está verde para los proveedores pero existe una tranca en la calle que no deja pasar. Solo parece lógico controlar precios cuando existen barreras. Pero es mejor aún eliminar las trancas y dejar que las señales de los precios se encarguen del resto. 

La moraleja de la fábula: el mejor precio no es el más bajo, sino el que mejor nos dice qué cosas nos faltan y qué cosas nos sobran. Ojalá algún candidato lo entienda, aunque parece mucho pedir.