En uno de sus más de 52.600 tuits, Donald Trump escribió el pasado 17 de abril: “Liberate Michigan!”. Lo hacía en apoyo de sus seguidores que protestaban contra el confinamiento decretado en aquel estado para luchar contra el COVID-19. Aquel era un abierto llamado a rebelarse contra el gobernador estatal, la única autoridad legítima para tomar esa decisión.
Días después, cuando los legisladores estatales discutían la extensión de la cuarentena, sus partidarios entendieron el mensaje y ocuparon el capitolio de Michigan; los más agresivos, con fusiles y chalecos antibalas. Esto llevó a otro tuit del presidente estadounidense en el que llamaba al gobernador a ser más comprensivo con ellos: “Son personas muy buenas, pero están enojadas. ¡Quieren que les devuelvan su vida y su seguridad! Véalos, hable con ellos, llegue a un acuerdo”.
Por un instante, un lector desprevenido podría pensar que, al hablar de “ellos”, Trump se refería a los cientos de miles que protestan en todas las ciudades de Estados Unidos por el cruel asesinato de George Floyd, tras oponer cierta resistencia a su arresto por haber comprado un paquete de cigarrillos con US$20 aparentemente falsos.
Pero no fue así. Su desacostumbrada empatía era solo para sus seguidores. Para los manifestantes, Trump exigió más bien que todos los gobernadores actuaran con la mayor firmeza, incluso recurriendo a la Guardia Nacional y a las Fuerzas Armadas. Les advirtió que se verían como “idiotas” si “no dominan” y envían a los manifestantes a la cárcel.
Es verdad que, en estos días de furia por el horrendo crimen contra Floyd, hubo al comienzo muchos saqueos y destrucción de la propiedad, que tienen que ser sancionados por la ley. Pero también es verdad que luego han primado reuniones masivas y pacíficas llevadas a cabo, en su mayoría, por jóvenes de todas las razas (el hecho de que estas protestas se hayan extendido, también, a decenas de países, da cuenta de que el Caso Floyd ha gatillado la tensión generada por tanta enfermedad y muerte durante la pandemia, y por los costos sociales de las crisis económicas subsiguientes).
Trump convirtió un problema que, en principio, no era contra él y que quizás un presidente menos confrontacional hubiese podido canalizar hacia la discusión pacífica de alternativas, en un pulseo personal contra los manifestantes.
Y lo viene perdiendo. Al día siguiente de sus declaraciones, su secretario de Defensa, Mark Esper, lo desautorizó, señalando que los militares no van a participar y que la ley de 1807 –que, según Trump, le permitía convocarlos– era inaplicable. Van 12 días de crisis social y aún es incierto lo que viene en adelante.
Este pésimo manejo de la situación se suma a la respuesta de su gobierno frente al COVID-19. Pues incluso para alguien que no tiene a la coherencia y el apego a la verdad como sus principales virtudes, su actuación tardía y errática frente a la epidemia explican en buena parte por qué el país más poderoso del mundo tiene hasta ahora 109.497 fallecidos, que constituyen el 30% de los muertos por la pandemia (su población es solo el 4,3% del total del planeta).
Varios países están logrando resultados mucho menos malos y, con ello, vienen disminuyendo el impacto económico. La paradoja es que quien no quiso escuchar los consejos de la ciencia sobre cómo luchar contra una pandemia para evitar que la economía se cierre y verse perjudicado en las elecciones contribuyó a que esta sea la peor crisis económica en décadas.
Trump no ha sido el único presidente en América que ha tenido un rol tóxico en el manejo del COVID-19. En diversos grados, la falta de empatía, el rechazo a la ciencia y la primacía del interés propio sobre el de la colectividad vienen dándose en México, con Andrés Manuel López Obrador; en Nicaragua, con Daniel Ortega; y en Brasil, con Jair Bolsonaro.
Que Trump sea presidente de Estados Unidos es culpa de quienes votaron por él; por cierto, no la mayoría de los estadounidenses. Las características especiales de las elecciones en el país norteamericano hicieron posible que ganase, pese a haber obtenido cerca de tres millones de votos menos que su rival, Hillary Clinton.
Resalto, por ello, unas frases de un reciente editorial de El Comercio: “No podemos dejar de mencionar, por supuesto, las otras diatribas que Trump ha lanzado contra los latinos, los musulmanes o, últimamente, los asiáticos. Muchos han asegurado que Trump no merece presidir Estados Unidos. Y, por ello mismo, el electorado estadounidense tiene en noviembre próximo una obligación con la historia: desalojar a Trump del poder, por la misma vía que lo llevó allí hace cuatro años”.
Parafraseando al personaje: “Liberate the world from Trump!”.