La pandemia, que con tanta saña sembró sus reales por estas tierras, ha traído nuevos oficios. Hoy, por ejemplo, se encuentra omnipresente en las calles el guardián de sanidad que, pistola en mano, nos mide la temperatura y nos rocía gel desinfectante en las manos antes de que entremos a un mercado o a un establecimiento. También se han incrementado los practicantes de oficios antiguos, como la enfermería, o se han reformulado otros, como los profesores, que hoy imparten su magisterio a través de una pantalla. Finalmente, algunos empleos han desaparecido, al menos temporalmente, como el de los camareros en los restaurantes.
Es difícil saber a estas alturas si tales cambios serán permanentes. Cuando se revisan los documentos del pasado, sorprende ver la cantidad de oficios que el tiempo y el cambio técnico se llevaron. Hasta hace unos siglos, por ejemplo, existía el oficio del pregonero que, con voz estentórea, anunciaba en calles y plazas los nuevos decretos del Gobierno o las sentencias de los condenados. Este solía ir flanqueado de escoltas que le abrían paso y de guardias que lo protegían cuando los edictos podían despertar resistencias. Otro oficio de alto riesgo era el de recaudador de tributos. Era un funcionario que debía cobrar los impuestos que se pagaban por cabeza, como el tributo indígena o la contribución personal (en el Perú, hasta las postrimerías del siglo XIX). Más de uno perdió la vida, sobre todo si tenían el desatino de intentar la cobranza cuando la gente estaba reunida y había bebido unas copas. Otros oficios han cambiado de nombre. En tiempos de monarquía, por ejemplo, existía el limosnero del rey, un oficio que, a despecho de su nombre, era desempeñado por nobles que se encargaban de ayudar a los menesterosos. Lo que hoy vendría a ser el ministro(a) de asuntos sociales.
En las ciudades y pueblos existían los oficios del aguador y el lechero, que repartían dichos líquidos transportándolos en grandes porongos sobre los lomos de un borrico. Muchas familias criaban animales para su consumo. Pero no era fácil acabar con la vida de un chancho o de un ternero, de modo que algunos preferían pagar los servicios de un matarife. Los censos son una magnífica fuente para conocer los oficios del pasado. Investigando el censo de 1876, la economista Paula Castillo identificó 337 oficios; la mayor parte ya desaparecidos.
El transporte generaba una importante cantidad de ocupaciones. La carga era conducida por arrieros, que en el Perú eran llamados también muleros o llameros, y cubrían rutas tan largas como las de Lima-Cusco o Arequipa-Potosí. Los lugares de escala contaban con herreros y albéitares, encargados de atender a los animales, mientras que un posadero atendía el tambo en el que pernoctaban los arrieros. Estos tambos vendrían a ser el antecedente de los modernos hoteles, pero su función y el tipo de clientela que acogían eran muy distintos. En la época dominada por el transporte animal, se ponderaba mucho la habilidad del rastreador, un hombre hábil en seguir la huella de un animal o de un fugitivo. Podía distinguir, no solo la ruta que su objetivo había tomado, sino también si este iba cargado o ligero, e incluso la carga que llevaba. En el “Facundo”, publicada originalmente en 1845, el escritor argentino Domingo Sarmiento hizo una magnífica descripción del rastreador.
La gama de artesanos sepultados por la revolución industrial fue enorme. Existían el talabartero, el cordelero o el velero. En los barrios tradicionales de Lima aún podemos encontrar talleres de carpinteros, herreros y sastres, que en otros lares ya son parte de la historia. El obispo de Trujillo, Baltasar Jaime Martínez Compañón, y el pintor Pancho Fierro estamparon a estos personajes en acuarelas de las postrimerías del siglo XVIII y mediados del XIX, respectivamente. Los primeros ferrocarriles trajeron los oficios de fogonero y guardavías, y el servicio telefónico, el de telefonista, una persona que conectaba manualmente una llamada con otra y que desde un inicio fue desempeñado por mujeres. De niño alcancé a ver a los colchoneros, que acudían a las casas a hacer el mantenimiento de los colchones de lana o paja. Trepados en las azoteas, descosían el forro, sacaban el relleno y lo batían o dejaban expuesto al sol para que expulsaran el sudor apelmazado. Luego, volvían a rellenarlo y lo dejaban como nuevo. Probablemente seamos la última generación que verá en acción al afilador de cuchillos.
El responsable de la desaparición de ciertos oficios fue el cambio técnico, pero también las costumbres sociales y los cambios demográficos. Junto con la aparición del ingeniero de sistemas, quienes vivimos hoy en este país de los incas hemos visto, por ejemplo, nacer los oficios de paseador de perros y cuidador de ancianos –de los que antes sabíamos solo por la gente que venía del extranjero–. Cuando la desigualdad era mayor, la servidumbre doméstica estaba más extendida, mientras que hoy, felizmente, tiende a reducirse.
Conocer la historia de los oficios nos ilustra acerca de los cambios ocurridos en una sociedad y es siempre fascinante. No solo nos habla de cuánto hemos cambiado, sino que ayuda a imaginar el mundo que vendrá.