“White Fragility” (Fragilidad blanca) es el título de un libro escrito por Robin DiAngelo, una mujer estadounidense, blanca, profesora en la Universidad de Washington y con una carrera organizando talleres de diversidad. Aunque el volumen fue publicado en el 2018, ha vuelto a acaparar titulares porque –en medio de las protestas por el asesinato de George Floyd y contra la brutalidad policial que enfrentan los afroamericanos– se encuentra nuevamente entre los libros más vendidos de las plataformas estadounidenses.
Comienzo con una recomendación: si pueden, léanlo. No es largo, está escrito de una manera directa y nos trae herramientas no solo para reflexionar sobre el racismo en los Estados Unidos, sino también en nuestro país. En este punto, normalmente citaría datos para mostrarles cómo en el Perú el racismo está en todas partes. Pero, en lugar de eso, los llamo a hacerse las siguientes preguntas: ¿qué episodios de racismo recuerdan haber presenciado? ¿De cuáles haber sido víctimas? ¿Cuáles haber cometido?
La tercera pregunta presentará para muchos un tipo particular de incomodidad. “¿Racista yo?”, pensarán algunos, y tal vez preferirán dejar de leer esta columna. Esta incomodidad está íntimamente relacionada, argumenta DiAngelo, con el hecho de que tendemos a pensar que hay que ser una persona perversa, malévola y moralmente condenable para ser racista. Si operamos con esta definición de los racistas, entendemos por qué –ante la mera sugerencia de que nos hemos comportado de esa manera– optamos por la defensa absoluta: “Entendieron mal”, “No es eso lo que quise decir”... La discusión se vuelve, así, una sobre nuestra personalidad y no una sobre el acto, el daño que causó y la manera de cambiarlo.
“Sin embargo –continúa DiAngelo–, si entiendo el racismo como un sistema en el que he sido socializada, puedo entender el ‘feedback’ sobre mis patrones raciales problemáticos como una manera útil de apoyar mi aprendizaje y crecimiento [...]. Esos momentos pueden ser experimentados como algo valioso, aun si es temporalmente doloroso, solo después de que hayamos aceptado que no podemos evitar el racismo y que es imposible evitar haber desarrollado comportamientos y presunciones raciales problemáticos”.
DiAngelo es clara al decir que mucho más productivo que pensar en binarios (y que colocarnos en el “lado no racista”, como si este fuese un lugar fijo que nos pertenece), es pensar en un continuo, en el que a veces estamos más en un lado, y otras, más en el otro. Y es en este punto en el que quiero volver al libro “How To Be An Antiracist” (Cómo ser antirracista), escrito por Ibram X. Kendi y sobre el que ya he escrito en este espacio. El autor comienza, de hecho, con una exploración de su propio racismo: recuerda su participación en un concurso escolar en honor a Martin Luther King Jr., en el que su discurso estuvo lleno de estereotipos sobre “todas las cosas que estaban mal con la juventud negra”. El ejemplo se enmarca dentro de la que es una de las ideas claves del libro: el que la palabra ‘racista’ tenga el valor de un insulto la vuelve en la práctica casi inutilizable y se traduce muchas veces en que nos congelamos a la inacción.
“La buena noticia es que racista y antirracista no son identidades fijas. Podemos ser racistas en un minuto y antirracistas el otro”, dice Kendi (quien, nótese, no se mueve entre los términos ‘racista’ y ‘no racista’, sino entre ‘racista’ y ‘activamente antirracista’). De lo que se trata, así, es de examinar nuestras acciones y cambiar. Para lograr ese examen, entonces, debemos poder calificar un comportamiento o una idea de racista, sin por ello condenar automáticamente a una persona a tener la identidad fija de persona racista.
Leer estos libros me ha hecho pensar nuevamente en todas las veces en las que no me he atrevido a denunciar un acto racista. En todas las veces en las que he cometido un acto racista. Y en las poquísimas en las que alguien me lo ha hecho notar. DiAngelo y Kendi me han dado nuevas formas de pensar en el silencio que nos rodea.