El 12 de noviembre de 1834 nace en Lima José Antonio Roca y Boloña. Quien, con el correr del tiempo, se convertiría en ilustre prelado, orador excelso y académico insigne. Además de batallador periodista, llevaba en sus venas sangre de dos ilustres linajes guayaquileños afincados en nuestra capital. Alumno brillantísimo en el colegio Guadalupe, donde ingresó en 1843, fue discípulo de Sebastián Lorente, descollando en todas las disciplinas, aunque mostraba mayor inclinación por los estudios filosóficos. Acabada la secundaria, fiel a su temprana vocación religiosa, ingresó al seminario de Santo Toribio, del que, pocos años más tarde, sería destacado profesor.
A la vez que ascendía en dignidades y responsabilidades en su carrera eclesiástica, Roca y Boloña desarrolló múltiples actividades en el periodismo y en el servicio abnegado de las grandes causas nacionales. Fue colaborador de “El Católico” y de “El Progreso Católico”. En 1870, junto con Pedro José Calderón, fundó el diario “La Sociedad”, para librar, desde sus columnas, intensas y alturadas polémicas en defensa de los fueros de la Iglesia. Otro de sus afanes periodísticos lo llevaría a editar, en colaboración con monseñor Manuel Tovar, “El Perú Católico”. En todas estas publicaciones encontramos el pensamiento lúcido y brillante, así como el excelente dominio del idioma de Roca y Boloña.
En la hora más negra de nuestra historia republicana, durante la guerra con Chile, monseñor Roca y Boloña fue de los primeros en prestar su concurso al país. Ante la necesidad de recaudar fondos para comprar material bélico se instaló la Comisión de Donativos que tuvo en Roca a uno de sus miembros más generosos y activos. Paralelamente, se le nombró presidente de la Cruz Roja, llevando a cabo esfuerzos increíbles para aliviar el dolor de los combatientes, de las viudas y de los huérfanos. Monseñor Roca y Boloña no se conformó con ayudar a las víctimas de la contienda. Horrorizado por la barbarie del invasor, elevó ante el Comité Internacional de la Cruz Roja, en Suiza, una vibrante y documentada protesta, ya que los chilenos, después de la batalla de San Francisco, atacaron las ambulancias peruanas para repasar a los heridos.
En los años duros de la guerra, en que los contrastes se sumaban uno tras otro, monseñor Roca y Boloña, desde el púlpito o desde la tribuna periodística, supo avivar el patriotismo, retemplar la fe en el Perú y estimular todo lo noble y grande que se albergaba en el corazón de nuestros compatriotas. Es notabilísimo el sermón que pronunció en las honras fúnebres del almirante Miguel Grau. Allí inició su alocución con estas palabras que muchos hemos aprendido y recordamos desde niños: “El infortunio y la gloria se dieron una cita misteriosa en las soledades del mar, sobre el puente de histórica nave que ostentaba, orgullosa, nuestro inmaculado pabellón, tantas veces resplandeciente en los combates. El infortunio batió sus negras alas, y bajo de ellas, irguióse la muerte para segar en flor preciosas vidas, esperanzas risueñas de la patria. Empero, cuando aquella consumaba su obra de ruina, apareció la gloria, bañando con su purísima luz el teatro de ese drama sangriento, a su lado, se alzó la inmortalidad”. En otro momento, dice: “Miguel Grau era, señores, un guerrero cristiano. Hombre de fe, toda su confianza se cifraba en Dios. A él atribuía el buen éxito de sus arriesgadas empresas. Le alababa como profeta rey y, si tuviera en sus manos el arpa sagrada, le oyerais repetir: ‘Bendito sea el Señor mi Dios, en cuya escuela he aprendido el arte de pelear y vencer a mis enemigos’… De ahí nacía aquella imperturbable serenidad en medio de los mayores peligros, que imponía confianza en los que le obedecían, y le dejaba en aptitud de aprovechar todas las ventajas que su pericia, aún en aquellos momentos en que lo recio y arriesgado del combate suele desconcertar los espíritus de mejor temple”.
Brillantes y trascendentes fueron también su elegía de los mártires, con ocasión de trasladarse al cementerio general los restos de los caídos en San Juan y Miraflores, en enero de 1884, y la oración fúnebre que pronunció en la iglesia de la Merced, el 16 de julio de 1890, en memoria de los mártires de la patria. Al producirse la invasión de Lima, monseñor Roca y Boloña viajó al interior del país, ya que los chilenos tenían la orden de apresarlo y deportarlo. Vuelta la paz, reanudó sus labores religiosas y académicas con indesmayable afán hasta que las enfermedades, su avanzada edad y la pérdida de la visión corporal lo fueron sumiendo en digno retraimiento. Falleció el 29 de julio de 1914, a los 80 años.
Mucho más podríamos decir de la trayectoria fecundísima de monseñor Roca y Boloña, de sus aportes como miembro de número de la Academia Peruana de la Lengua, de su estrecha e invariable amistad con Nicolás de Piérola, de su sacrificada labor parlamentaria, de sus dotes de orador insuperable. Al recordarlo en estas líneas, creemos que la gran virtud de Roca y Boloña, la que sobresalió por encima de todas las otras que colmaban su espíritu, fue su profundo y probado amor por el Perú. “El amor a la patria –escribió en una oportunidad– es inexplicable, porque se resiste al análisis, no se define ni se describe. Se siente y se traduce en obras, hasta fatigar el buril de la historia”.