Todos hemos soñado de niños (o de no tan niños) con ser superhéroes. Admiramos la conjunción de poderes sobrehumanos y la nobleza de espíritu que los conduce a hacer el bien. Soñamos siempre con ser buenos y poderosos.
Me pregunto si no deberíamos dar gracias a que los superhéroes solo sean personajes de ficción. ¿Se imaginan si Superman existiera? Sería preocupante que existiera una persona con capacidad de actuar sin límites, volando por los cielos, levantando pesos extraordinarios, atravesando paredes y siendo inmune a las balas. Un ser con tal poder tendería a abusar de él. ¿Qué nos garantiza que los superpoderes vengan acompañados por la nobleza necesaria para usarlos con responsabilidad y con la inteligencia para usarlos con criterio? Quizás lo más fantasioso en los superhéroes no sean sus poderes, sino la romántica bondad con que actúan y su utópico espíritu de sacrificio digno de un santo.
Pero más peligroso que un superhéroe sería alguien que se cree uno sin contar con los poderes para serlo. Mi madre encontró una vez a mi hermano menor sentado al borde de la ventana de un sexto piso, con su disfraz de Superman, mirando al vacío con la expresión de “¿lo hago o no lo hago?”. Por suerte lo alcanzaron antes de que intentara descubrir si podía volar.
Esta situación se parece a cuando los funcionarios públicos, dotados de poder, se sienten superhéroes que pueden resolverle todos sus problemas al resto de sus congéneres. Sin verdaderos poderes, y sin contar con el espíritu cuasidivino necesario, se creen en la capacidad de hacer el bien sin mirar a quién, cuando en realidad hacen el mal mirando a quien le conviene.
Eso es precisamente lo que ocurre con la lamentable Ley Universitaria. Una sarta de funcionarios públicos, comenzado con Humala, el muy poco dotado de criterio Mora, y una serie de congresistas que muestran todos los días, cuando abren la boca, que no tienen mucho que decir sobre educación, y creen que tienen el poder para resolver el problema de la calidad educativa. Pero como ha ocurrido con la educación estatal de todo nivel, solo nos conducen a sumar más décadas de fracaso.
Es sintomático que la ley haya creado no una intendencia, sino una superintendencia (cualquier parecido con Superman es pura coincidencia) que creerá tener los poderes para decidir cómo innovar en educación. Pero está a punto de saltar por la ventana a luchar contra la mediocridad, sin advertir que la mediocridad está en los tafetanes de su propio disfraz.
En pocas áreas de la actividad humana la innovación y la creatividad son tan importantes como la educación. Y el principal motor de la innovación es la competencia y la iniciativa individual. Infelizmente, la superintendencia la limitará dando estándares y reglas que buscarán que todas las universidades se parezcan cuando lo más importante, para ofrecer una educación de calidad, es que sean diversas.
No se dan cuenta de que al obligar a que todos los profesores tengan título de máster alejan de la cátedra a excelentes profesores y alimentan la creación de más programas de maestría en universidades de medio pelo. No se dan cuenta lo que significa obligar a que el 25% de los profesores sean a tiempo completo. ¿Con qué dinero se van a construir las oficinas y se va a poder contratar a tantas personas? Pues con aumentos de pensiones que alejarán la educación de los que menos tienen o con más gasto de nuestros impuestos. ¿Por qué un profesor de 70 años es demasiado viejo para enseñar, en un mundo donde la expectativa de vida superará pronto los 100 años? Y es que esas cosas pasan cuando la ignorancia se viste con traje colorido, una capa llamativa y una “S” de Superburócrata en el pecho.
Le hago una apuesta. En 10 años nos quejaremos más que ahora de la calidad de las universidades. Y a pesar de eso, creeremos que el problema es que los burócratas no tienen aún poderes suficientes.