En 1990 estudiaba en Estados Unidos. Cada dos semanas recibía un sobre manila. Al abrirlo encontraba cartas de mi familia escritas a mano. Además, diligentemente, mi madre me enviaba recortes de las noticias principales de varios periódicos y revistas. El contenido era voluminoso.
Dado que el correo tardaba entre una semana y diez días eran noticias viejas. Pero para mí eran nuevas. Me enteraba de todo con un gap temporal de entre una y tres semanas. Los noticieros norteamericanos virtualmente no hablaban del Perú.
Mi otra fuente de información eran llamadas telefónicas a mi familia. Eran muy pocas. Costaban entre 80 y 100 dólares (de esa época). Demasiado para mi presupuesto de estudiante. Las llamadas ocurrían cada dos o tres semanas.
Me devoraba los recortes que me enviaban. Los leía muchas veces. Tenía tiempo para hacerlo. Y no tenía ninguna otra fuente de información.
Hoy es muy diferente. Veintisiete años después, mi hija estudia en Estados Unidos. Al momento en que escribo este artículo acabo de colgar una llamada por Skype (de las muchas que tengo por semana), concertada en segundos vía WhatsApp. Todo sin pagar un centavo. Ella se entera de lo que pasa en el Perú en segundos y puede, vía Internet, ver exactamente las mismas noticias que vemos aquí en el país. Sabe todo lo que les ocurre a su familia y amigos. Y como es obvio, tiene mucho menos tiempo para procesar y reflexionar sobre toda esa información.
Las redes sociales han reducido los costos de información y transacción a casi nada. Podemos responder en segundos a un comentario que viene del otro lado del mundo.
Pero la velocidad de la comunicación ha reducido nuestro tiempo para pensar. Si te demoras diez segundos en responder un WhatsApp, tu interlocutor te reclama que por qué te demoras tanto. Ello trae muchas cosas buenas. Mayor conectividad crea oportunidades de relaciones personales y de negocios. Sabemos más y aprendemos más rápido. Podemos encontrar lo que queremos en segundos. Pero no todo es tan bueno.
El bloguero Chris Pirillo decía que “Twitter es un buen sitio para decirle al mundo lo que estás pensando antes de que hayas tenido la oportunidad de pensarlo”. Y así es. La conectividad puede dinamizar la inteligencia. Pero también puede dinamizar la estupidez.
Y ello no solo se ve en redes como Twitter o Facebook. Las redes han contagiado el día a día. Las personas ya hablan y reaccionan casi en cualquier contexto como si estuvieran tuiteando, diciendo lo que piensan sin siquiera haberlo pensado. El discurso dominante no es reflexivo sino reactivo, en el sentido más instintivo del término. El espacio para razonar se ha reducido.
Y el efecto ha trascendido Twitter o Facebook. Está en la televisión, en la radio, en los periódicos. Está en la conversación de café o en encuentros en un bar.
Nadie se escapa. Ni los periodistas ni los entrevistados. Ni los políticos ni las personas de a pie. Ni qué decir de los congresistas. Repiten sin pensar, juzgan sin razonar, condenan sin probar. Se crean olas de opinión sin que exista verdadera opinión. La idea más absurda se vuelve verdad gracias al rebote. A ‘Chespirito’ lo mataron infinidad de veces antes de que falleciera de verdad. Cualquier producto pasa al cadalso sin ninguna demostración de un defecto. Un dragón mecánico inexistente inició el incendio de Larcomar, una ficción tuitera que mezcló “Game of Thrones” con los cines UVK. Uno es corrupto o deja de serlo solo con viralizar una idea sin más base que un comentario suelto o un dato inconducente convertido en demostración en 140 caracteres. No es la lógica y el razonamiento los que hacen al argumento, sino su repetición.
La ola ahoga el sentido común, el derecho de defensa, la presunción de inocencia, el derecho a ser oído, el diálogo y la tolerancia.
Por alguna razón, el rebote incesante crea cargas de ira y enojo que se intensifican con cada retuiteada. Usamos menos sustantivos y más adjetivos. Todo se vuelve emocional. La verdad es producto de convertirse en tendencia, no de responder a la realidad.
Razonar requiere reflexión. Pero parece que ya no hay tiempo para eso. Estamos cayendo en una nueva forma de tiranía de masas y, como decía Borges, “las tiranías fomentan la estupidez”.