El papa Francisco pide que se busque una solución justa y pacífica en Venezuela. (EFE)
El papa Francisco pide que se busque una solución justa y pacífica en Venezuela. (EFE)
Editorial El Comercio

En cuanto a presencia internacional, no hay Estado que tenga una relación más desproporcionada entre tamaño e influencia que el Vaticano. Con apenas medio kilómetro cuadrado de territorio y 800 habitantes, la Ciudad del Vaticano ha jugado un rol significativo en los asuntos globales por siglos. Más de mil millones de fieles católicos alrededor del mundo, y la enorme tradición que carga, le conceden un peso único en el tablero internacional.

Por ejemplo, de especial relevancia en las últimas décadas fue la actuación del Vaticano –encabezado entonces por el papa Juan Pablo II– en la caída del comunismo a finales de los ochenta e inicios de los noventa. La democracia de Europa Oriental tiene una deuda imborrable con el trabajo decidido de Karol Wojtyla, sobreviviente de los totalitarismos nazi y comunista en su natal Polonia, en las relaciones internacionales a favor de la libertad.

Es en ese espíritu que a Juan Pablo II quizá le llamaría la atención la posición ambivalente que toma hoy la Iglesia Católica frente al descalabro venezolano.

La semana pasada, el indicó que teme “el derramamiento de sangre” en y ofreció su ayuda si ambas partes lo desean. Rezó entonces por “una solución justa y pacífica para superar la crisis respetando los derechos humanos y deseando el bien de todos los habitantes del país” y, a la pregunta respecto de si el Vaticano reconocería a Juan Guaidó como presidente de Venezuela, el pontífice declaró que “sería una imprudencia pastoral y haría daño ponerse de la parte de unos países o de otros”.

La posición del papa Francisco frente a lo que acontece en Venezuela es, cuanto menos, decepcionante. La guía espiritual en asuntos de profunda importancia política y humana es la tarea fundamental de quien dirige una organización religiosa de aspiraciones globales como la Iglesia Católica. Así lo entendió Juan Pablo II en su momento. Pero mal se puede cumplir con esta tarea cuando se percibe como equivalentes a un pueblo que exige libertad y a aquellos que lo oprimen.

A saber, lo decepcionante de la posición del Vaticano no implica que sea también sorpresiva. En su trayectoria, el papa Francisco no ha mostrado especial disgusto por dictadores de la talla de Raúl Castro, ex presidente de Cuba, a quien visitó en el 2015, apenas dos años después de haber asumido como Sumo Pontífice y mucho antes de estrechar la mano de otros líderes democráticamente electos de la región. En aquel entonces, en La Habana, pidió a sus fieles que sirvan a las personas y no a las ideologías. Presumiblemente, estas últimas guardarían poca importancia para Francisco en su labor pastoral, aun si son abusivas y totalitarias.

Por supuesto, el papa Francisco no es ni el primer ni el único líder internacional que duda en oponerse a la dictadura en Venezuela. Ahí están el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador; el presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez; y el ex presidente de España José Luis Rodríguez Zapatero, solo por citar a algunos de Iberoamérica que tampoco se han puesto del lado del pueblo venezolano y su legítima causa. Sin embargo, la tradición histórica y la influencia del Vaticano otorgan particular significancia a su negativa de apoyar el proceso democrático en Venezuela, y la hacen especialmente lamentable.