Editorial El Comercio

Nunca deja de sorprender lo rápido que puede cambiar el panorama político en nuestro país. El lunes 61 congresistas de la titular de la Mesa Directiva del Parlamento, , quien duró poco más de un mes en el puesto. Para tener una idea de lo inusitado de este escenario, la última vez que algo así había ocurrido fue hace más de dos décadas, cuando Martha Hildebrandt fue separada del cargo en el 2000, en las postrimerías del régimen fujimorista.

El hecho que motivó esta decisión del Parlamento fue la revelación hecha a finales de la semana pasada por el portal Epicentro TV de registrados durante una reunión de Alianza para el Progreso (APP), partido que llevó al Legislativo a Camones. En estos, se escucha al líder de la agrupación y actual candidato al Gobierno Regional de La Libertad, , pedirle a Camones que acelere la aprobación de un proyecto de ley para crear el distrito de Alto Trujillo en dicha región, ya que este –en sus propias palabras– “me va a favorecer a mí si lo aceleramos”.

Como señalamos el domingo, las conversaciones filtradas revelaban un intento inaceptable del líder de APP por utilizar la presidencia del para fines proselitistas; específicamente, para favorecer su candidatura a gobernador regional. Y, sin embargo, en los últimos días desde que se destapó el escándalo que ha terminado por costarle la presidencia del Congreso a una de sus integrantes, desde el partido los esfuerzos se han agotado en sancionar a los presuntos culpables de la filtración antes que en hacer un ‘mea culpa’.

Más allá del desenlace que tenga este episodio (ayer el Ministerio Público anunció que había contra Acuña por “la presunta comisión del delito de tráfico de influencias”), lo ocurrido con la señora Camones debería servir como lección para quien la reemplace de que la situación crítica que atraviesa nuestra clase política en general, y el Congreso en particular, no admite ningún espacio para las suspicacias en su comportamiento.

Esta no es una afirmación exagerada. En momentos en los que el gobierno del presidente ha claudicado en su deber de administrar el país para pasar a concentrar todos sus esfuerzos en la defensa personal del mandatario y de sus familiares ante las múltiples investigaciones que avanzan contra ellos en el Ministerio Público, quien presida el Legislativo no puede darse el lujo de exhibir fisuras en sus acciones. Esto, además, porque desde hace un tiempo el Gobierno está tratando de difundir la tesis (falaz, por cierto) de que la fiscalía solo muestra rigurosidad con ellos y no con otras autoridades, por lo que episodios como el que acabó trayéndose abajo la presidencia de Camones solo terminan jugando a favor de un Ejecutivo acorralado.

El reemplazo de Camones, por lo demás, debe ser una figura que genere consenso entre la oposición (que, a pesar de sus errores y pasividad, es finalmente la llamada a fiscalizar a un gobierno que ya ni siquiera se preocupa por ocultar sus intenciones de socavar el trabajo de otras instituciones autónomas) y que no polarice más al país. Tomando en cuenta, no lo olvidemos, que siempre existe la probabilidad de que esta persona termine liderando un gobierno de transición en caso de que el presidente y la vicepresidenta Dina Boluarte (ambos, como sabemos, implicados en sus propios líos) se vean forzados a dimitir.

Precisamente en la elección que llevó a Camones a la presidencia del Congreso, la oposición ensayó un espectáculo patético al desmembrarse en varias candidaturas, incluidas algunas que no tenían ni la menor probabilidad de triunfar. Ello no puede volver a pasar. La representación nacional tiene que entender que, dada la manifiesta voluntad del presidente de usar el aparato estatal para proteger a sus allegados y para protegerse a él mismo, así como su renuencia a dar un paso al costado o a prescindir de funcionarios tan cuestionados como él, ellos tienen una responsabilidad con el país. Y ojalá que quien reemplace a Camones así lo crea.

Editorial de El Comercio