Existe en la opinión pública una idea bastante difundida sobre ciertas causas de las protestas en el sur que los manifestantes no han hecho explícitas. Quienes así piensan consideran que la población que participa en marchas y bloqueos sabe que las banderas que enarbola –la libertad de Pedro Castillo, su reposición en el poder, el cierre del Congreso, etc.– plantean imposibles jurídicos y que, por lo tanto, la indignación mostrada en las asonadas tiene que ver en realidad con demandas insatisfechas de otro orden. Concretamente, con una larga postergación de las necesidades de salud, educación e infraestructura en esas zonas del territorio nacional. Una postergación de la que culparían al Gobierno Central, al Congreso y al ‘establishment’ en general y que explicaría por qué dirigen su repulsa contra todos ellos y contra la ciudad de Lima, presunto emplazamiento principal del trato discriminatorio que sufren.
Se trata, por cierto, de una hipótesis razonable. Es muy fácil imaginar a esos sectores de la ciudadanía profundamente irritados por la nula mejoría que han observado históricamente en asuntos tan esenciales para su vida cotidiana como los ya mencionados… Pero su conducta entraña un error. Los hechos sugieren que el objeto de su cólera debería estar principalmente en otro lado. A saber, en los gobiernos regionales y locales, pues son la incapacidad y la corrupción que campean en ellos el mayor obstáculo para el desarrollo que esos ciudadanos exigen.
Dos notas recogidas en la edición de ayer de este Diario apuntan, en efecto, en ese sentido. Por un lado, el contralor general de la República, Nelson Shack, asevera en una entrevista que las mayores brechas en infraestructura y salud, así como los menores niveles de desarrollo de los controles internos en las organizaciones, están en el sur: una región en la que se verifica, además, la mayor cantidad de obras paralizadas en el país.
Y, por otro lado, un informe de ECData revela que los gobiernos regionales y municipios de esa zona dejaron de ejecutar el año pasado el 31% de su presupuesto para obras. En el 2022, informa la pieza, el monto no invertido por los gobiernos y municipios de ocho regiones sumó S/5.247 millones. Y solo Arequipa y Cusco son responsables del 53% de esa cifra.
Lo único que hace falta, en consecuencia, es simplemente vincular la primera información con la segunda, pues la coincidencia de presupuesto no ejecutado y brechas en la infraestructura o la provisión de servicios esenciales en determinado lugar es obvia.
Tenemos así que las causas de las protestas que los pobladores de esas localidades llevan adelante están mucho más cerca de ellos de lo que se imaginan. No queremos decir con esto que el Ejecutivo y el Legislativo carecen de responsabilidad en la situación de precariedad que afecta a esas zonas. Es evidente que desde hace tiempo esos poderes del Estado han hecho mucho menos de lo que les correspondía para mejorar la calidad de vida de esos compatriotas y eso es algo que debe resaltarse. Pero si se trata de establecer pesos relativos en esas responsabilidades, los gobiernos locales y regionales se llevan el premio mayor. Y, por lo tanto, a contrapelo de lo que sucede, deberían concentrar también la dosis más importante de la indignación de la gente.
La triste ironía, por otra parte, es que esos gobiernos tendrían que ser más cercanos a los ciudadanos a los que representan que el Gobierno Central y, al parecer, no lo son. Fueron elegidos por los pobladores de esas jurisdicciones y todo indica que, una vez en el poder, olvidaron la naturaleza de su encargo o comprendieron que no tenían las capacidades necesarias para cumplirlo. Y prefirieron echarles la culpa a las élites limeñas, a la Constitución o a cualquier otro de los chivos expiatorios que ahora concentran la indignación de hombres y mujeres en el sur.
La indignación, como se ve, debería empezar en realidad por casa. Pero esa es una circunstancia que el humo de los incendios y la lluvia de piedras arrojadas contra las fuerzas del orden no dejan ver.