Lo sucedido en Chile en las últimas semanas ha vuelto a poner en boga una vieja discusión acerca del “modelo económico” que se aplica –mal que bien– en diversos países de la región, entre los cuales se encuentra el Perú.
Una de las críticas más regulares a este sistema económico –basado en la libertad de iniciativa individual, y con el Estado como proveedor de servicios públicos e igualador de oportunidades– es su aludida cercanía con la corrupción. En efecto, en el marco del último CADE en Paracas, algunos sectores de la población volvieron a hacer eco del tema, apuntando a revelaciones de las últimas semanas, meses y años en las que empresas privadas jugaron un rol poco transparente –o llanamente delictivo– en sus relaciones con candidatos, autoridades electas y funcionarios públicos. Para quienes comparten esta narrativa, el modelo económico actual tiene una relación necesaria y simbiótica con el abuso de poder y la corrupción.
Esta es una lectura fundamentalmente equivocada. A pesar de que no hay una definición unánime sobre en qué consiste exactamente este llamado modelo, la lucha contra la corrupción forma parte estructural de él. No puede existir un sistema de mercado competitivo, que mejore los ingresos y calidad de vida de la gente, sin un Estado de derecho eficaz, donde las normas se cumplan en igualdad de condiciones para grandes y chicos. Para el sistema económico –así como para el país en general– la corrupción es un cáncer que le impide despegar de forma plena; no es parte de él.
Claro, no podemos negar que existen empresarios corruptos, en el Perú y en todo el mundo, pero son justamente las instituciones de un país las que deben servir de barrera para esas conductas.
Así, cuando se habla de una defensa del modelo, no solo se debe hacer énfasis en las libertades económicas, la apertura comercial, la responsabilidad fiscal, o el rol subsidiario del Estado, sino también en los cimientos institucionales de legalidad, transparencia y justicia sin los cuales es imposible construir una economía próspera. Por el contrario, cuando la influencia política o del poder público se utilizan para favorecer los intereses de unos en desmedro del interés público, estos cimientos quedan erosionados. En estos últimos casos no se puede hablar de un sistema de mercado funcional, sino de prácticas mercantilistas y corruptas. Estas son, precisamente, lo opuesto a un modelo de economía libre.
En no pocos casos, más bien, es la propia presencia y la mala intervención del Estado en la economía lo que crea incentivos perversos. Cuando la sobrerregulación de un sector productivo depende de la arbitrariedad de un funcionario o de los congresistas de turno, en vez de anclarse en reglas claras y estables, aparece la oportunidad para la influencia indebida. Cuando un sector público débil licita obras multimillonarias sin diligentes cuidados en el proceso de adjudicación, entra la coima. Cuando la empresa pública opera sin incentivos para la transparencia o la eficiencia, el nepotismo y la corrupción se hacen presentes. Así, en muchas ocasiones en las que el modelo económico no funciona, la causa inicial se puede rastrear hasta una inadecuada intervención del sector público que luego es aprovechada por inescrupulosos y delincuentes.
Sea lo que sea que uno quiera entender por modelo económico a estas alturas, lo cierto es que la institucionalidad y la justicia son sus componentes básicos. El mismo Adam Smith lo decía: “Poco más es necesario para llevar a un Estado al más alto grado de opulencia desde la barbarie más baja, que la paz, los impuestos fáciles y la administración tolerable de la justicia: todo lo demás se produce por el curso natural de las cosas”. Así, argüir que lo contrario es cierto es equivalente a sostener que las plagas son parte estructural de los cultivos, en vez de algo que se debe erradicar para que el sistema funcione adecuadamente.
En otras palabras, cuando se reclama por un “cambio de modelo” para combatir la corrupción, lo que en realidad se está pidiendo es un fortalecimiento del modelo para que este pueda operar a cabalidad, fomentando la competencia, atrayendo inversiones, pagando impuestos y mejorando la vida de los peruanos.