El Congreso ha estado aprobando en las últimas semanas tantas iniciativas controversiales que resulta difícil seguirle el compás crítico. El viernes pasado, por ejemplo, sacó adelante –por insistencia y a contrapelo de todas las opiniones técnicas que anticipaban que aquello solo produciría escasez y mercados negros– la norma que busca sancionar el acaparamiento y la especulación durante los estados de emergencia, atrayendo sobre sí múltiples condenas. Y esa noticia eclipsó en alguna medida la aprobación de otro proyecto discutible. A saber, el de crear una comisión que pretende determinar la cifra real de muertos por el COVID-19 en el país. Una iniciativa que, a nuestro juicio, no merece pasar desapercibida.
La necesidad de llevar a cabo la referida cuenta es innegable, pues el propio Ejecutivo ha reconocido en varias ocasiones que existe un subregistro al respecto. Un subregistro explicable, en parte, por el hecho de que solo se considera oficialmente víctimas mortales del virus a aquellas personas que, a través de una prueba rápida o molecular, hubieran sido diagnosticadas como contagiadas mientras estaban aún con vida. El contraste entre el número de fallecidos que se obtiene de esa manera y el que sugieren los datos del Sistema Informático Nacional de Defunciones (Sinadef) es considerable, por lo que desde hace meses se le demanda al Gobierno que se encargue de “sincerar” la contabilidad.
La verdad, no obstante, es que desde que la señora Pilar Mazzetti tomó las riendas del Ministerio de Salud se ha verificado un intento importante y sostenido de parte de ese sector por cumplir con tal demanda, por lo que hemos conocido más de un reporte de corrección de los datos sobre fatalidades ocasionadas por la peste. En esas circunstancias, cabe preguntarse entonces si, por un lado, resulta razonable que el Congreso establezca una comisión para ejecutar la misma operación (se entiende que con ánimo fiscalizador) y por otro, si es verosímil que un grupo de trabajo parlamentario pueda cumplir de manera efectiva semejante tarea. Y si bien lo primero podría tener una respuesta positiva, lo segundo, difícilmente.
Si el Ejecutivo con todos sus recursos solo puede ir acercándose a la cifra real de a pocos, ¿cómo podrá hacerlo sumariamente el Congreso? Además, ¿se transformará de pronto una representación nacional que tan poco inclinada se ha mostrado a contar con apoyos técnicos para sus labores y decisiones en una acuciosa verificadora de una materia tan sutil? Vamos, no es que dudemos de que la comisión incurrirá en los gastos que el esfuerzo requiera. De lo que dudamos es de lo fiable de los resultados.
Preocupa, pues, la posibilidad de que en realidad una mayoría del Legislativo (la propuesta para crear la comisión recibió 125 votos a favor y ninguno en contra) esté buscando, una vez más, notoriedad política antes que datos ciertos que permitan medir la autenticidad de las cifras proporcionadas hasta el momento por el Gobierno.
De hecho, un indicio que apunta en ese sentido fue lo que aseveró el congresista Omar Chehade (APP) durante el debate previo a la aprobación de la medida. Según dijo él, el jefe del Estado “nos ha escondido la verdad sobre las muertes” de la pandemia… Una afirmación hecha aparentemente al ojo, pues la cuenta a cargo de la comisión, se supone, está recién por empezar.
Semanas atrás, cuando el Ejecutivo admitió el subregistro antes aludido y prometió corregirlo, el entonces presidente del Consejo de Ministros, Pedro Cateriano, sostuvo que ello no había obedecido a “mala fe, dolo o intención de ocultar lo ocurrido”, y en esta página comentamos que aquello era una sentencia netamente política, pues en ese momento no había forma de tener certeza sobre lo que afirmaba.
Con el mismo rigor, en consecuencia, tenemos que advertir ahora del peligro de que, por sus propias conveniencias políticas, el Parlamento se ponga a estimar el número de víctimas mortales del COVID-19 a ojo de mal cubero. No es aceptable, nos parece, tanta frivolidad acerca de un tema tan grave.