La noche del martes, en medio de las novedades sobre el nuevo Gabinete y el partido de nuestra selección contra Ecuador por la clasificación al Mundial de Qatar 2022, una importante noticia pasó relativamente desapercibida. En una edición extraordinaria de las normas legales de “El Peruano”, apareció la resolución suprema en la que la designación del abogado Daniel Soria Luján como procurador general del Estado se “dio por concluida”: una fórmula burocrática para decir que se lo había destituido.
La resolución llevaba, desde luego, las firmas del presidente Pedro Castillo y de su ministro de Justicia, Aníbal Torres; y, de manera sintomática, omitía el detalle habitual de agradecer al funcionario licenciado por los servicios prestados al Estado.
Como se sabe, Soria denunció meses atrás al actual mandatario ante el despacho de la fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos, por el Caso Puente Tarata III, lo que produjo un gran malestar en el Ejecutivo y desató las iras del entorno presidencial contra él: el abogado del jefe del Estado, Eduardo Pachas, exigió su destitución por una supuesta “burla” al presidente y por no reunir los requisitos legales para ejercer el cargo. Y, tras reunirse con este último, el titular de Justicia anunció la revisión del nombramiento de Soria, en un gesto que fue interpretado por diversos sectores de la opinión pública como un ajuste de cuentas.
Pues bien, tres días atrás, el Órgano de Control Institucional (OCI) de la contraloría, adscrito al Ministerio de Justicia, informó que había hallado “irregularidades” en la designación del ahora exprocurador, en el 2020. De acuerdo con el OCI, el nombramiento se produjo sin que se cumplieran los requisitos establecidos, pues Soria no había acreditado trayectoria en la defensa jurídica del Estado, como la norma que lo regula exige. La asesoría brindada por él a la Defensoría del Pueblo, señaló el referido órgano, “no se adecúa a una labor” de tales características.
Más allá de las discrepancias que se pueda tener con ese diagnóstico, sin embargo, existen elementos que, tanto en la forma como en el fondo de este asunto, le contagian a la destitución un olor a represalia. Desde el punto de vista formal, en efecto, la normativa que rige una remoción de este tipo estipula que esta sola procede por “falta grave”, probada en un proceso en el que se le pidan al procesado sus descargos. Eso, por cierto, no ha sucedido; se ha optado, en cambio, por la figura de una supuesta “pérdida de confianza” que más de un experto en la materia ha objetado.
En lo que concierne al fondo, por otra parte, los antecedentes enumerados arriba dejan poco margen para la duda. La ojeriza de Palacio a Soria ha sido pública y notoria, y la revisión de su situación puesta en marcha por la instancia adscrita al sector encabezado por el ministro Aníbal Torres genera la nítida sensación de haber sido la búsqueda de un pretexto para alcanzar un fin deseado.
Soria, entretanto, ha observado que la resolución con la que se lo ha licenciado se basa únicamente sobre una disposición transitoria de la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo. “Ese fundamento no tiene base legal porque la Procuraduría General del Estado se regula por una norma del mismo rango que se dio después”, ha dicho, al tiempo de anunciar que evalúa la posibilidad de acudir al Poder Judicial para que declare ilegal su remoción del cargo.
Pero con prescindencia de la suerte que corra ese eventual recurso suyo, la imagen que deja este manotazo a un funcionario que venía cumpliendo apropiadamente el rol que le correspondía es la de un gobierno y un gobernante que hacen lo imposible por sustraerse a la sola investigación de lo que luce turbio en su gestión. Precisamente lo que no se necesita en un momento en que acaba de caer un Gabinete en medio de acusaciones de presunta corrupción en los ascensos policiales y otros asuntos igualmente alarmantes.
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