Por el impacto devastador que la pandemia ha tenido, así como por la inestabilidad política que hemos vivido en los últimos años, el (des)ánimo nacional de estos días puede ser equiparado a los efectos que tuvo la Guerra del Pacífico y las cáusticas reflexiones que provocó entre intelectuales de la época. En el centenario del inicio del enfrentamiento bélico, Nelson Manrique publicó por primera vez un ambicioso texto, reeditado este año, en el que ofreció, gracias a una mirada a aspectos algo relegados en la historiografía, una visión algo menos derrotista que rescata episodios positivos (en términos de formación de una conciencia nacional) dentro de un Estado dominado por rencillas entre caudillos y carente de liderazgo. Como para recordar que aún en tiempos aciagos hay lugar para la esperanza.
El libro, que lleva como subtítulo “Las Guerrillas indígenas en la Guerra con Chile”, parte de su investigación doctoral y, aunque es un texto de historia de 500 páginas, se lee con facilidad, en especial gracias a la trepidante narración de las idas y vueltas de la campaña de la Breña de Andrés Avelino Cáceres por el valle del Mantaro, alternando éxitos con fracasos, pero sobre todo haciendo milagros en medio de penurias y el abandono de apoyo estatal.
Pero sería injusto ver al Brujo de los Andes como el héroe de esta historia, especialmente porque hacia el final, cuando la guerra con Chile deriva en guerra civil, termina traicionando de alguna manera a quien Manrique busca resarcir del juicio de la historia (recuerdo con claridad cuando mi profesor de historia política en la universidad, Iván Hinojosa, citó la lapidaria frase de Basadre: “solo le faltó una cosa a Cáceres para su consagración que hubiese sido apoteósica: morir en Huamachuco”).
Decía que sería inapropiado quedarnos en Cáceres, entonces, porque como el título lo destaca, lo interesante está en el rol que cumplieron las guerrillas indígenas, y por varios motivos. Porque, por mucho tiempo, se denigró hasta la caricatura el papel que los indígenas jugaron en la guerra, prácticamente como un colectivo sin agencia. Porque Manrique demuestra que no se trató simplemente de una lucha de clases, de una resistencia marcada por diferencias de clase o etnia, sino también por aspectos nacionalistas. Porque, como evidencia de lo anterior, la resistencia se dio en el centro del país, entre lo que hoy es Pasco, Junín, Huancavelica y Ayacucho, pero no en el sur o el norte, gracias a características y desarrollos particulares del área, menos sujeta al gamonalismo existente, por ejemplo, en Puno.
El capítulo final del libro es encabezado por un epígrafe de González Prada que repito en su totalidad porque resuena mucho en tiempos actuales:
“En la guerra con Chile, no solo derramamos la sangre, enseñamos la lepra. Se disculpa el encalle de una fragata con tripulación novel y capitán atolondrado, se perdona la derrota de un ejército indisciplinado con jefes ineptos o cobardes, se concibe el amilanamiento de un pueblo por los continuos descalabros en mar y tierra; pero no se disculpa, no se perdona ni concibe la reversión del orden moral, el desbarajuste de la vida pública, la danza macabra de polichinelas con disfraz de Alejandros Césares”.
A pesar de todo, decía, de que en la coyuntura actual también “enseñamos la lepra”, el libro de Manrique ofrece una relectura de una época marcada por la derrota y la vejación de la ocupación en la que la resistencia solo pudo llegar hasta donde la desunión le permitió. Como en otras ocasiones, un rival foráneo capitalizó las divisiones internas. Un viejo y persistente tópico en las páginas de nuestra historia.