Los presidentes de Guatemala, El Salvador y Honduras se reunieron ayer con Barack Obama para tratar la oleada de niños inmigrantes no acompañados que está llegando a Estados Unidos. La crisis es solo el más reciente ejemplo de cómo el intervencionismo en la región genera consecuencias inesperadas.
Desde octubre han llegado más de 57.000 niños inmigrantes a la frontera estadounidense, más que el doble de hace dos años, y se espera que puedan llegar hasta 90.000 para finales de 2014. Tal flujo está agobiando a la capacidad administrativa y física de las agencias migratorias. Los conservadores, que suelen oponerse a la inmigración, culpan a Obama por no aplicar las leyes migratorias con toda su fuerza y por haber implementado una política hace dos años tendiente a legalizar a ciertos jóvenes indocumentados. La acusación es irónica e incorrecta. Obama es el presidente que más inmigrantes indocumentados ha deportado, y su política hacia los jóvenes no aplica a inmigrantes nuevos.
¿A qué se debe el incremento de niños inmigrantes centroamericanos? En 2008 el Presidente Bush impulsó una ley que da protecciones a menores inmigrantes que no son de origen mexicano —como acceso a un abogado y un mayor esfuerzo para reunirlos con parientes en Estados Unidos. En 2011 se empieza a ver el incremento de inmigrantes de menor edad de Centroamérica. Ese rezago en el cambio de ley y el aumento de inmigrantes tiene sentido. Un coyote, o traficante de personas, cobra mucho por sus servicios (en Guatemala cuesta $7.000), costo que implica varios años de ahorro.
Los coyotes, por cierto, trabajan con los grandes carteles mexicanos de droga para traficar a los niños por el territorio que controlan. Irónicamente, como en toda la región, la guerra contra las drogas ha empoderado y enriquecido a los narcotraficantes y, por la violencia que desata, es una de las grandes causas de la explotación de niños inmigrantes. La prohibición no ha detenido el consumo de drogas pero sí ha creado una industria que, al estar en el mercado negro, obtiene ganancias gigantescas y resuelve sus disputas violentamente.
Esa violencia se ha extendido a buena parte de la región. No es casualidad que los niños inmigrantes provienen del primer país más violento del mundo (Honduras), así como del cuarto (El Salvador) y el quinto (Guatemala) medido por tasas de homicidio. No vienen de Nicaragua o de Costa Rica, países notablemente más seguros.
El cambio de ley migratoria implementado por Bush en el 2008 ocurrió al mismo tiempo en que el entonces Presidente mexicano Felipe Calderón estaba desatando un feroz ataque a los carteles en su país que dejó al menos 60.000 muertos al final de su mandato. Fue entonces que parte del negocio ilícito se traslado a Centroamérica y se vio un aumento de violencia allí también.
No ha sido la primera vez que la guerra contra las drogas produce la extensión del narcotráfico y la violencia. Por ejemplo, la interdicción en el Caribe a principios de los 90 hizo que la ruta del narcotráfico se trasladara a Centroamérica y México. El combate a la droga en Colombia en la última década ha empujado ese negocio hacia Venezuela y, en parte, hacia el Perú. El investigador colombiano Daniel Mejía y sus colegas estiman que la interdicción en Colombia, al crear una escasez relativa de cocaína, incrementó los homicidios en el norte de Mexico en un 46%, pues recrudeció la lucha entre los carteles por el consecuente aumento en ganancias.
La crisis de los niños inmigrantes es entonces un caso más de las consecuencias no esperadas en que la guerra contra las drogas ha jugado un papel nefasto. Y es una ironía más que los presidentes centroamericanos estén pidiendo un Plan Colombia de Washington para enfrentar el problema actual. Si se concretara, no tendría el efecto esperado