Una de las consecuencias de la crispación o crisis política permanente que vivimos desde el 2016 en adelante es que los conflictos sociales pasaron a un segundo plano, opacados por la lucha entre los poderes del Estado.
Una referencia anecdótica, pero no por ello menos interesante, fue que, por ejemplo, en el mes de agosto del 2017 no se registraron nuevos conflictos sociales en el territorio. Claro, digo “retorno”, entre comillas, porque la conflictividad, dominante en muchos sentidos desde el 2001 en adelante, no desapareció –como los reportes mensuales de la Defensoría del Pueblo lo pueden mostrar–, pero la atención giró hacia la lucha entre Ejecutivo y Parlamento, y el centralismo de la política nacional.
Hasta entonces, en los gobiernos de Toledo, García y Humala, los incendios más frecuentes que el Ejecutivo debía apagar estaban en protestas, marchas, movilizaciones, cierres de carreteras, y no tanto con el Parlamento, donde no había mociones de vacancia dando vueltas, las investiduras a Gabinetes eran casi protocolares, no censuraban ministros y los presidentes no disolvían Congresos. Quizá lo más lejos que se llegó fue cuando se censuró al Gabinete de Ana Jara en las postrimerías del gobierno de Ollanta Humala.
Ahora, tras varios años en los que la mirada del oficialismo apuntaba hacia la Avenida Abancay y los parlamentarios enfilaban sus armas hacia Palacio de Gobierno, se reintroduce el elemento social en la ecuación. Ciertamente, estuvo presente antes, como en el paro agrario de diciembre del 2020 y alrededor de proyectos o actividades extractivas, como los lotes petroleros en Loreto o el corredor minero del sur, pero hoy son organizaciones o agrupaciones sociales a lo largo del país las que ponen en jaque al Gobierno.
Después de casi cuatro años, hemos vuelto a superar los 200 conflictos sociales por mes, una tendencia al alza que este Gobierno parece alimentar. En febrero de este año llegamos a los 203 conflictos sociales y pronto tendremos más información con el informe de marzo. Sin embargo, como en las dos décadas pasadas, lo que esta semana hemos visto es una movilización extendida pero atomizada, fragmentada y con múltiples agendas, algunas de ellas incluso tomadas por grupos que operan entre la informalidad y la ilegalidad.
No es la primera vez que un gobierno con un origen de izquierda debe enfrentar la conflictividad, pero a diferencia del gobierno de Humala, que de alguna manera se derechizó tras Conga, parece improbable que Castillo haga lo mismo. La solución autoritaria y burda de declarar la inamovilidad social el martes 5 tuvo el efecto de convocar (al parecer, al cierre de esta columna) a una multitudinaria marcha que lo puede terminar de empujar al abismo.
Aunque la debilidad y heterogeneidad de la organización social –que no fue una amenaza real para la ortodoxia tecnocrática que gobernó el país en los últimos 20 años– se mantenga, la diferencia es, como apuntaba Martín Tanaka el martes, el debilitamiento del Ministerio de Economía y Finanzas como entidad clave en las decisiones del gobierno y el empoderamiento de sectores más populistas. Ya lo vimos en parte con algunas de las soluciones que el Gobierno ha propuesto para enfrentar demandas.
El Gobierno se tambalea y enfrenta la crisis más grave en sus cortos ocho meses, luego de haber sobrevivido a varias luchas políticas. Una posibilidad, como bien destacó Giulio Valz-Gen en su videocolumna del lunes y en línea con esta alternancia relativa entre el conflicto social y el político, es que Ejecutivo y Congreso encuentren un consenso en torno a una agenda populista que ceda ante los reclamos y demandas de grupos puntuales y desarticulados, pero con capacidad para cerrar una carretera. En esa confluencia, el Gobierno podría encontrar el oxígeno que requiera para sortear esta crisis y preservar la unidad interna, que se mantiene sorpresivamente incólume.
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