Omar Awapara

Aunque se ha discutido mucho sobre la debilidad de la izquierda latinoamericana por tiranos como Fidel Castro o Hugo Chávez, un fenómeno actual es la admiración de ciertos sectores por líderes pródigos en conductas antidemocráticas como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Viktor Orbán. Varios de ellos asistieron a una reunión de la CPAC (conferencia de conservadores estadounidenses) precisamente en Hungría, una deficiente para el Índice de Democracia de “The Economist” que, según Freedom House, se viene erosionando desde la llegada al poder de Fidesz-Unión Cívica Húngara.

¿Por qué parte de la derecha en Occidente muestra hoy ese desprecio por la democracia y respalda a caudillos como Trump –que atizó una insurrección que tomó por asalto el Capitolio estadounidense–, como Bolsonaro –que ya anunció que repetirá el guion de no reconocer resultados electorales en caso pierda– o como Orbán –que impulsa cambios constitucionales y legales que han debilitado instituciones independientes y ataca a grupos opositores, periodistas y universidades–?

Lo que estos personajes ofrecen, sobre todo, es encabezar una cruzada en defensa de valores tradicionales que se han visto amenazados por rápidos cambios sociales en los últimos años. Tras alcanzar un relativo consenso –o, en todo caso, menos polarización– en materia económica, las guerras culturales han surgido como eje de división en diversas sociedades.

Si bien los efectos económicos de la globalización han partido en dos a países alrededor del mundo, separando ganadores de perdedores, quizás son los efectos culturales los que más han sido manipulados políticamente en busca de votos. Como ejemplo de la velocidad del cambio, el Barack Obama candidato en el 2008 se opuso (al parecer estratégicamente) al matrimonio igualitario, pero luego cambió públicamente de parecer en el 2012, un hecho revelador de la dirección y la fuerza con que cambió el viento, y que para conservadores más vocales es el mejor ejemplo de la “pendiente resbaladiza” y la caída como fichas de dominó de valores familiares tradicionales, que para ellos son amenazados por el divorcio, el aborto, el feminismo y los derechos LGBTQ.

Personalmente, comulgo con el escepticismo con el que los conservadores miran ambiciosas propuestas de cambio social, especialmente cuando vienen de la mano de lo que Friedrich Hayek identificó como un supuestamente omnisciente “planificador central”. Pero hay también, muchas veces, un exceso de prudencia que lleva a idealizar la experiencia histórica y oponerse al cambio por reflejo. Y en sociedades como la nuestra queda claro que es mucho más lo que hay que cambiar que dejar intacto.

Pero ya lo decía Albert Hirschman hace tiempo. El discurso del riesgo (‘Jeopardy’) es el que infunde miedo al afirmar que cualquier cambio echará por la borda todo el progreso logrado. Es quizás el más común estos días, y apela a lugares comunes: en Chile estos días las referencias a que es inminente la conversión del país en Venezuela tan pronto se apruebe la nueva Constitución son moneda corriente.

Como en otros casos, se parte de un elemento de verdad para terminar magnificando o exagerando sus consecuencias. Lo preocupante, en todo caso, es que, en nombre de la defensa de valores tradicionales, como la nación, la familia o la religión, ciertamente compartidos por un gran número de ciudadanos que ve con recelo el vertiginoso cambio a su alrededor, se sacrifiquen principios básicos de la democracia, como que los perdedores de una elección acepten los resultados finales. Lamentablemente, se asume que en la guerra (cultural), vale todo.

Omar Awapara Director de la carrera de Ciencias Políticas de la UPC