No es que el aumento del número de normas aliente la delincuencia, sino que es irrelevante en una situación como la nuestra, en la que el problema fundamental es la corrupción y la ineficiencia de las instituciones encargadas de combatir el delito: la policía, el Ministerio Público, el Poder Judicial y el sistema penitenciario (INPE).
No obstante, el gobierno y los políticos en general saben que en un país formalista, de tradición ibérica como el nuestro, existe el mito de que los problemas se resuelven con más leyes. Y usan ese recurso una y otra vez, aparentemente con buenos resultados para ellos, porque logran distraer a la mayoría de ciudadanos que ingenuamente creen que esta vez las cosas sí mejorarán con leyes más duras.
El gobierno ha ganado 90 días para legislar y otros 90 para reglamentar las leyes, seis meses para entretener al público. Y al final, ya estaremos en un nuevo año donde recurrirán a una estratagema similar hasta finalizar el desastroso mandato de Ollanta Humala.
Está demostrado que lo que sí es realmente disuasivo para reducir el delito es que los delincuentes sean atrapados y sentenciados. Un estudio del Departamento de Justicia de EE.UU. llega a las siguientes conclusiones:
• “La certeza de ser capturado tiene un efecto disuasivo mayor que la severidad del castigo”.
• “La policía disuade la ocurrencia de delitos en la medida que logre aumentar la percepción de que los criminales serán capturados y castigados”.
• “El aumento de la severidad del castigo tiene un efecto marginal en disuadir la ocurrencia de delitos”.
Para decirlo de otra manera, el aumento de las penas para la extorsión, por mencionar un delito, no tendrá ningún efecto si 9 de cada 10 extorsionadores siguen libres e impunes. En cambio, si ocurriera lo contrario, si 9 de cada 10 extorsionadores fueran atrapados y sentenciados, no importa si las penas fueran menores, ese delito desaparecería o se reduciría a su mínima expresión.
En otro plano, el gobierno de Humala ha desperdiciado también la bonanza económica para equipar adecuadamente a la policía, desperdiciando recursos en compras dudosas y dejando desatendidas, por ejemplo, las comisarías, que al ser el punto de encuentro cotidiano entre el público y la policía deberían constituir una prioridad.
Un caso notorio: adquirieron costosísimos helicópteros franceses de última generación en más de cien millones de soles. Dijeron que eran indispensables en la lucha contra la delincuencia y que pronto se iban a ver los resultados.
Después, como era obvio que no tenían nada que hacer en la lucha contra el delito, explicaron que servirían para rescatar bañistas en la Costa Verde. Ahora nadie se acuerda de ellos. Pero son un costo fijo adicional. Cada hora de vuelo de esos helicópteros irroga unos cinco mil dólares y requieren mantenimiento regular muy caro, así vuelen o permanezcan en tierra.
Animados por ese despropósito, algunos gobiernos locales adquirieron sus propios helicópteros para luchar contra la delincuencia. San Juan de Lurigancho y el Callao exhibieron con orgullo sus máquinas ante la mirada embelesada de sus vecinos. Naturalmente, no sirvieron para el supuesto propósito que tenían, salvo para provocar algunos accidentes. Hoy día, por curiosa coincidencia, en ambos lugares piden que los militares patrullen las calles, otro desatino que, al igual que la compra de helicópteros, cuenta con gran popularidad.
En realidad, de lo que se trató con el negocio de estas naves aéreas, fue llenar el bolsillo de algunos vivos.
Como bien recordó Ricardo Lago el domingo pasado en “Perú 21”, el peor efecto de la corrupción es que se realizan obras y adquieren equipos no porque sean necesarios y prioritarios, sino porque son los que más rinden en sobornos. Es decir, no solo se perjudica al Estado con las coimas, que salen de los sobreprecios, sino que las inversiones no son las adecuadas, no se compra o construye lo que se necesita sino lo que rinde más a los sinvergüenzas.
En conclusión, no se trata de que las nuevas normas incentiven la delincuencia, sino que serán inservibles sin una política de seguridad que ataque los problemas sustanciales, la corrupción y la ineficiencia de las instituciones. El pronóstico es que dentro de un año estaremos peor que ahora, como que ahora estamos peor que en el 2011.