Siempre estuve en contra de penalizar los delitos de expresión, pero cuando escucho a Mauricio Mulder destilar veneno, entro en crisis de fe.
A veces recuerdo mis clases de Derecho Constitucional y la importancia de la inmunidad parlamentaria, pero luego veo a Julio Rosas, Salvador Heresi, Marco Miyashiro y Nelly Cuadros tuitear falsedades y se me pasa.
Es desgastante oír al legislador aprista acusar a Cecilia Ames, esposa del ministro Saavedra, de haber sido favorecida con un puesto en el gobierno por haber sido asesora de PPK en campaña, o a la primera dama Nancy Lange de pertenecer al directorio de una empresa (y tener conflicto de intereses en la construcción de la línea 2 del metro). No le importa ser desmentido. El daño está hecho y la misión cumplida. Si existiera el delito de pánico electoral, el ejemplo de salón de clase sería el tuit de Mauricio Mulder en el que hace votos “por que se mejore la salud resquebrajada de PPK”.
Es frustrante que los congresistas que claman preocuparse por la educación, lancen acusaciones (Dios nos libre si el ministro de Educación “se mete con mis hijos”) y no se tomen la molestia siquiera de leer el currículo de educación básica que supuestamente critican, o de darse cuenta de que es un documento distinto a la guía de educación sexual integral o, peor aun, reparar que el material aludido ni siquiera está vigente.
Claro, lo que han hecho Mauricio Mulder y compañía no se compara con los ‘comeoro’ y ‘robacable’. Después de todo, “solo” le están diciendo falsedades al país entero. Pero vaya que a uno lo hace repensar si los parlamentarios deberían tener carta blanca para decir lo que quieran sin asumir responsabilidad alguna por sus afirmaciones.
Cuando alguien difunde información sobre un personaje público, es posible que se equivoque. Y el respeto por la libertad de expresión exige otorgar a las personas suficiente espacio para el error involuntario. Pero flaco favor se hace a la libertad de expresión cuando se transmite dolosamente información falsa o con irresponsable despreocupación por la verdad (‘reckless disregard for the truth’). Es el estándar mínimo que impuso la Corte Suprema norteamericana en los casos de difamación a cualquiera que propague información negativa sobre un personaje público hace más de 50 años (New York Times v. Sullivan).
¿Por qué los periodistas, por ejemplo, tenemos que (sí, tenemos, aunque algunos prefieran omitirlo) contrastar la información, buscar a más de una fuente, pedir al afectado su versión de los hechos; y, en cambio, un congresista puede mandarse con acusaciones sin preocuparse por la verdad?
Nos hemos acostumbrado a “padres de la patria” que difunden y atacan sobre la base de falsedades y apoyados en la inmunidad que su puesto les confiere. ¿Para eso aceptamos la inmunidad parlamentaria? ¿Realmente nos está ayudando a mejorar el debate y producir mejores leyes?
Cuando nos resignamos al discurso falso, y ni siquiera lo penalizamos con la vergüenza y el reproche público, renunciamos también al valor que produce el discurso verdadero, el intercambio real de ideas, el aprendizaje a través de la crítica.
La verdad, hoy, es que la verdad no vale nada, y la falsedad para los congresistas no cuesta. Entonces, ¿para qué tomarse el tiempo de leer y buscar información fidedigna?
¿Quieren saber cuál es el costo de no distinguir más entre verdad y falsedad? Dense una vuelta por Huaycán, donde la mentira de los “pishtacos” acaba de cobrar una vida inocente.