El 15 de agosto del 2007 un terremoto de 7,9 grados azotó Pisco. A las pocas horas de ocurrido el desastre, el entonces presidente Alan García anunció que gracias a Dios todopoderoso las terribles sacudidas no habían ocasionado una mortandad muy grande. Dios será todopoderoso, pero los sismos también, y en ese terremoto fallecieron 597 personas.
Conversando con un vecino de Pisco, recuerdo que me contó que lo más traumático para ellos fue escuchar por la radio el mensaje de Alan García. No tenían luz, no tenían teléfonos, su ciudad estaba en ruinas y nadie sabía lo que les estaba pasando. Nadie los iba a socorrer.
Desde que empezó la pandemia, el presidente Martín Vizcarra ha cumplido con dar periódicamente información a la población. Al principio, los peruanos sentían que el asunto estaba medianamente bajo control, pero más de 100 días después, la realidad nos ha estallado en la cara: la economía ha sufrido mucho más de lo que se esperaba y, a pesar de los esfuerzos, las camas no alcanzan para atender a todos, las medicinas escasean y la gente se ahoga por falta de oxígeno.
Las razones para esta dura situación ya sabemos que son múltiples, y van desde décadas de ignorar las necesidades de la salud pública, hasta errores en la gestión de la crisis. Pero la pasta ya se salió del tubo y, por más que el Gobierno logre avances en algunos aspectos, los discursos del presidente contándonos cuántas camas UCI implementó esa semana, o los tuits de la ministra María Antonieta Alva anunciando la mejora de la economía, se estrellan con el día a día de todos los peruanos.
¿Cómo explicarle a esa señora dónde está la cama UCI que necesita su esposo abandonado en un pasillo? ¿Qué le decimos a esa hija que corre todos los días buscando oxígeno para su madre? ¿Qué sentido tiene que se anuncie la entrega de paquetes de medicamentos a comunidades amazónicas cuando encontrar un panadol sigue siendo una tarea imposible?
No se trata de que el presidente se siente a contarnos desgracias todas las semanas, o que la ministra de Economía se eche a llorar sobre los números de los desempleados, pero ya es hora de sincerar el discurso. De afrontar con dignidad y respeto al ciudadano cuáles son las verdaderas grietas del sistema, dónde está fallando, con qué problemas se van a encontrar los ciudadanos y cómo deben afrontarlos.
La verdad duele, es cierto, pero cuando los ciudadanos escuchan discursos triunfalistas que no se ajustan a su día a día, entonces sufren el mismo desamparo que vivieron los vecinos de Pisco tras el terremoto. Sienten que se están ahogando bajo los escombros de una economía devastada y un sistema de salud sin oxígeno, sin que nadie lo note. Sin que las autoridades se den por enteradas.