“¿Qué busca aquí?”, pregunta uno de los pocos lugareños que aún permanecen en la plaza de Ocoyo. Durante el día, este distrito –ubicado en la provincia de Huaytará, en Huancavelica– es prácticamente un pueblo fantasma, donde casi nadie recorre sus calles y casi nadie es bienvenido, excepto aquellos que visitan el lugar con camiones, palas y costales. Son forasteros que llegan desde Ica y que han convencido a la población local –de tradición agrícola– a labrar la tierra para cosechar el gran recurso de la zona: oro. Ocoyo es el nuevo destino de los mineros ilegales.
—Ojos y oídos desde los cerros—
Siete horas de viaje separan a este distrito de la carretera Panamericana Sur. Una trocha empedrada y serpenteante sube desde Palpa (Ica) hasta los 3.350 metros de altura, luego de recorrer las comunidades de Pucuri, Carhuacucho, Huachuas y Pallihua. En estos lugares, preguntar por la minería ilegal de la que se habla “allá arriba”, en las alturas de Huancavelica, genera miradas de desconfianza.
Cuando se llega a Ocoyo, que está enclavado en la cuenca del río Grande, unos pocos reciben a los visitantes de paso. De sus mil habitantes –repartidos en los anexos de San Pedro de Ocobamba y Ayamarca–, solo un par de decenas se dejan ver en el pueblo. Otros tantos están apostados en los cerros aledaños, desde donde vigilan a todo el que entra y sale del distrito.
“Esos son los vigías, los ojos de los mineros ilegales. Junto a los que viven aquí, se llevan lo que queda de la mina Antapite”, dice un comunero, casi susurrando, como si los cerros también tuvieran oídos. La situación lo amerita: desde diciembre, grupos de hasta cien sujetos llegan al distrito para llevarse el oro que el proyecto minero local ha dejado de extraer.
Comuneros con teléfonos móviles vigilan a los visitantes que llegan a Ocoyo. (Lino Chipana / El Comercio)
—“No podemos controlar esto”—
La fama de Ocoyo como una veta aurífera comenzó en el 2000, cuando la empresa Inversiones Mineras del Sur (Inminsur) inició allí la construcción del proyecto Antapite. Siete años después, la relación de la empresa con las comunidades aledañas se tornó complicada. Además, la producción se redujo al mínimo, lo que hizo que, en el 2014, la Compañía de Minas Buenaventura (principal accionista de Inminsur) anunciara la paralización y venta del proyecto.
“Empezaron a llegar los ilegales. Primero, amenazaban a todos con armas, pero ahora las comunidades han entrado al negocio”, explica un policía de la comisaría de Córdova, ubicada a 25 km de Ocoyo, que cuenta con apenas seis agentes. Ellos patrullan la zona tres veces a la semana.
En junio pasado, dice el efectivo, sorprendieron a un centenar de personas extrayendo oro en Antapite, pero solo lograron detener a ocho. Los sujetos habían ingresado al área de concesión minera para retirar sacos llenos de tierra que trasladan en camiones hasta Nasca, uno de los más grandes centros de acopio de oro extraído ilegalmente en el sur del país. Cada vehículo puede transportar hasta ocho toneladas.
En la ciudad iqueña, donde culmina la cadena de extracción ilegal, se procesarían cerca de cien gramos de oro por cada tonelada de tierra y se moverían hasta US$3 millones al mes. Este Diario pidió una entrevista al general PNP Arturo Prado, jefe de la Región Policial Ica, pero al cierre de esta edición no hubo respuesta.
—La comunidad de la ilegalidad—
Un sobre con dos balas apareció en la puerta de su casa. En mayo, Luis Neira, alcalde de Ocoyo, recibió su primera amenaza de muerte. Cree que es la respuesta de los mineros ilegales por oponerse a su accionar.
“Estos delincuentes han convencido al 99% de la población de extraer oro. Todos están metidos: las mujeres que venden comida, los vigías, los que entran a los socavones. Hice lo que pude, pero esta ya es tierra de nadie. Si bien los comuneros aún me respetan, no sé cuánto durará eso”, dice.
A la salida de Ocoyo, en la trocha que va desde Córdova hasta Ica
–otra ruta empleada por los ilegales–, este Diario se topó con dos camiones que trasportaban sacos de tierra. Al notar la presencia de dos periodistas, los conductores maniobraron los vehículos –pertenecen a empresas de transporte de Nasca (Urpi y Caramelo)– para bloquear la vía. Con actitud amenazante, detuvieron al equipo de El Comercio por varios minutos. Se acercaron, miraron por las ventanas y dijeron, con la ironía de quien se sabe dueño de la zona: “Vayan nomás, porque los esperan abajo [en Ica]”. Luego siguieron por el camino empedrado y serpenteante, vital para un delito que avanza sin freno.
En la trocha de vuelta a Ica, un camión bloqueó el paso al equipo de El Comercio. (Lino Chipana / El Comercio)
ANTAPITE Y OCOYO: LA HISTORIA DE UNA RELACIÓN COMPLICADA
En el 2001, Antapite inició sus operaciones en Ocoyo. Sin embargo, los comuneros denunciaron que el proyecto había ocupado 262 hectáreas de tierras agrícolas. Solicitaron una indemnización de US$1,5 millones.
Para evitar el conflicto, la empresa propuso crear infraestructura en la zona, según el Observatorio de Conflictos Mineros en América Latina.
Buenaventura dijo a El Comercio que ya cumplió todos los compromisos sociales en Ocoyo, como la refacción de centros educativos y la construcción de un canal de irrigación, entre otras obras.
Actualmente, la mina está en plan de cierre y el campamento está habitado por unos pocos operarios que vigilan las instalaciones.
Sobre la actividad minera ilegal en la zona, la compañía minera sostuvo: “Hemos reportado estas actividades [ilícitas] a las autoridades correspondientes, incluyendo ambientales y policiales”.
Este Diario también se comunicó con la oficina encargada de la minería ilegal en la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), aún durante la gestión anterior del Ejecutivo, pero no hubo respuesta.