En un pasillo del ingreso a la sede del Ministerio del Interior (Mininter), dos policías miran en un celular videos de Youtube (sobre policías) mientras esperan despreocupados a que termine su turno. Son las 9:30 pm del jueves 23, a esta hora no hay visitantes que registrar, ya el día acaba. Ambos tienen menos de 29 años, no habían nacido cuando Abimael Guzmán fue detenido y encarcelado, en setiembre de 1992.
Esta nota se publicó originalmente en septiembre de 2021
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Adentro, en las oficinas, funcionarios del Mininter ajustan los últimos detalles para la cremación del cadáver del cabecilla terrorista, que murió hace doce días.
La siguiente escena de esta jornada larga se desarrolla en la sede de la Dirección contra el Terrorismo (Dircote), en la avenida España. Un día como hoy, hace 29 años, Guzmán, su esposa Elena Iparraguirre y varios otros cabecillas senderistas detenidos eran todavía interrogados dentro de estos mismos muros.
La noche avanza. Poco después de las 10:30 pm, el ministro del Interior Juan Carrasco llega en una camioneta en medio de un fuerte resguardo. Sube a la oficina del general PNP Óscar Arriola, jefe de la Dircote. Conversan durante treinta minutos. Se suma a ellos el ministro de Justicia, Aníbal Torres. Están a punto de cerrar el capítulo.
En la sala de espera hay una notoria inquietud frente a lo que pronto va a suceder. (Al mismo tiempo, en un televisor, se ve a Pedro Francke, ministro de Economía, habla de otros asuntos urgentes, como la permanencia de Julio Velarde en el Banco Central).
Desde aquí, en el primer piso, se puede ver una gigantografía colgada en un muro de esta envejecida dependencia policial. Es una foto del entierro de las víctimas de la matanza de Lucanamarca. En abril de 1983, una columna senderista asesinó de las formas más crueles a 69 comuneros de esta localidad ayacuchana que quisieron oponerse a sus abusos. “No podemos olvidar el terror y la violencia”, se lee en el enorme cartel. La masacre la ordenó Abimael Guzmán, el hombre cuyo cadáver dentro de pocas horas será convertido en polvo.
La siguiente parada es una apretada oficina de la Morgue del Callao. Afuera hay periodistas, vecinos curiosos y policías. Adentro hay fiscales y peritos forenses.
Antes de la medianoche llegan Torres, Carrasco y Arriola. Los recibe la fiscal Josseline Macbeth Purizaca, quien intenta organizar al grupo. Por un elemental criterio sanitario, se designa a las personas que accederán a la sala de necropsias. Uno de ellos, comandante de la policía, grabará con su celular y transmitirá vía Zoom lo que suceda, y esto podrá ser visto por el resto desde una laptop.
También se permite el ingreso a tres periodistas: Jimena de la Quintana (CNN), Ángel Páez (La República) y el autor de esta nota.
A las 11:49 pm, el comandante aprieta un botón y empieza a grabar. Hay un silencio profundo, un silencio muy tenso.
Horas finales
“Hubiera preferido no estar acá”, admite en voz baja Aníbal Torres. “No me gusta, sea quien sea”, dice también. La mañana del 11 de setiembre, el ministro de Justicia fue el primer alto funcionario del Ejecutivo en enterarse de la muerte de Guzmán, luego de que aquel sábado recibiera una llamada urgente desde el Instituto Nacional Penitenciario (INPE).
Después de 12 días de indefiniciones (de indecisiones, en realidad), es él, junto con Carrasco, quien debe encargarse directamente de que se convierta en ceniza aquel cuerpo empequeñecido y deforme que, a tres metros de distancia, está echado en una camilla de acero, desnudo, semicongelado y aún con barba.
“Desde el inicio estuve a favor de la cremación”, dice. Luego cuenta que, en los años 80, cuando comenzó a enseñar en San Marcos, los terroristas de Sendero se paseaban por las aulas, pero que nunca entraron a sus salones. Otra vez regresa al presente y comenta, mirando de reojo a la camilla de metal: “Él tiene seguidores. El senderismo es peligroso, en este momento pueden estar actuando”.
Desde que ingresaron a esta zona, Carrasco y Arriola han permanecido en el umbral de la sala de necropsia, casi inmóviles. El ministro conversa con los peritos sobre cuestiones técnicas –ha sido fiscal, sabe de estos procedimientos–, mientras el oficial de la policía no quita la mirada del cadáver ni por un segundo, como si buscara respuestas, como si recordara, como si imaginara.
Dentro de la sala de necropsias hay movimiento: son las 12:33 am del viernes. Un perito dactiloscópico ya terminó de cotejar las huellas digitales con las que fueron tomadas el día en que Guzmán murió. Una bióloga forense organiza sus instrumentos quirúrgicos para extraer tejidos para la prueba de ADN.
Junto a ellos, una médico legista, protagonista principal e involuntaria de esta historia, dirige la escena.
Últimos rehenes
Se llama Daniela Ramos y es difícil describir sus rasgos físicos porque encima del mandil lleva un cobertor de plástico, además de guantes y dos mascarillas. Sobre la cabeza lleva un gorro de enfermería y encima un pañuelo de Hello Kitty. Desde cerca se puede ver que sus aretes son las siluetas de dos cráneos: es médico legista. La mañana del 11 de setiembre, la doctora Ramos había ido a la morgue para terminar unos trámites administrativos pendientes, hasta que contestó esa llamada.
“Nosotros no preguntamos quién se murió, sino cuáles fueron las causas de muerte”, explica. Aquel sábado llegó a la Base Naval a las 9:30am, tres horas después de la muerte. Desde entonces, todos los días ha tenido que realizar algún trámite relacionado a ese aparatoso cadáver, desde atender a los congresistas que quisieron ver el cuerpo hasta discutir con los policías que resguardaban el ingreso en las calles aledañas. Por las tardes, a la hora de dictar clases (es profesora universitaria), les contaba a sus alumnos lo que veía, lo que hacía y lo que sentía. “Hemos sido los últimos rehenes de este señor”, dice ahora. El trabajo de un forense es difícil de resumir.
Mientras Ramos conversa con los periodistas, sus compañeros toman las últimas muestras al cadáver. En determinado momento lo sientan, y entonces se puede ver claramente la barba canosa e irregular, el rostro ancho, la boca con algodones y la dentadura vacía, un ojo abierto, el otro semicerrado, aquel rigor mortis definitivo. Otra vez el silencio profundo, tenso.
Terminado el procedimiento, el cadáver de Guzmán es otra vez envuelto para ser colocado en un ataúd de madera color café. El genocida, que además era un ateo rabioso, nunca imaginó que al morir sería trasladado en un féretro coronado por un crucifijo.
Son las 2 am: Lima duerme, los restos de Abimael Guzmán viajan por última vez. De la Morgue es llevado al Hospital Naval. Ya nadie verá el cuerpo, sino apenas una bolsa negra abultada que dice “Policía Nacional” y que, desde las 3:20 am, arderá durante tres horas a 1.200 grados. El país amanecerá sin aquel cadáver incomodo.
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