La libertad propia acaba donde empieza la ajena. Pero ese punto de desencuentro, es muy, pero muy difícil de precisar y de normar cuando hablamos del COVID-19. ¿Tiene el gobierno el derecho de encerrarme indefinidamente en casa e impedir que yo asuma el libérrimo de riesgo de salir e infectarme? ¿Puede imponer un estado de emergencia que me obligue, para remate, a cerrar mi negocio?
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La temporalidad de la medida es parte de la respuesta. Si fuera una suspensión arbitraria e indefinida de derechos, les aseguro que no la toleraríamos y proliferarían las protestas de todo calibre, desde acciones legales hasta violentas. Pero sabemos que la cuarentena acabará pronto y aguantamos con la esperanza de que recuperaremos libertades. Pero también sabemos que seguiremos viviendo con varias restricciones, así que vale la pena polemizar al respecto.
La barra de Barr
Si alguien, con poderes para actuar, ha dicho algo contundente contra las cuarentenas ha sido William Barr, el ‘attorney general’ del DOJ (Department of Justice) de Estados Unidos. O sea, el fiscal de la nación gringo. A mediados de abril, en el programa radial de Hugh Hewitt dijo: “The idea that you have to stay in your house is disturbingly close to house arrest” (la idea de que uno tiene que quedarse en casa está perturbadoramente cerca al arresto domiciliario”) y amenazó con emprender acciones legales contra los gobernadores y alcaldes que se excedieran en las reglas de la cuarentena.
Barr, alineado con el conservadurismo pro libertad empresarial de Trump, no llegó a cumplir sus amenazas, en parte, porque la décima enmienda de su constitución da poderes a las autoridades locales para que hagan lo que están haciendo. Pero alcanzó a emitir y hacer público un memorándum a su equipo llamado: “Balancing Public Safety with the Preservation of Civil Rights”. Bonito planteamiento, si uno atina a poner el eje.
Alguien que no depende de Barr, un juez federal, llegó más lejos al dar la razón a la Alliance Defending Freedom que representa a dos iglesias bautistas de Kansas, que alegaron que la cuarentena decretada por la gobernadora demócrata Laura Kelly hacía, en sus considerandos, una mención explícita e innecesaria a los cultos religiosos. Es decir, no protestaban las restricciones en sí, sino una mención que consideraban discriminadora. El caso se resolvió, pacíficamente, cuando el estado de Kansas corrigió la redacción de su norma de emergencia.
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Que no, gallego
Al Tribunal Constitucional español llegó un caso de puro derecho en pandemia. El auto (sentencia) con que lo resuelve, es ejemplar. Resulta que la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) de Galicia planificó una manifestación para el 1 de mayo, Día del Trabajo, en la ciudad de Vigo, de una forma que ellos creían segura: una caravana donde habría solo un militante por vehículo y con su correspondiente mascarilla.
Las autoridades locales negaron el permiso y la CUT entabló un recurso de amparo ante el TC español invocando el Art. 21 de la carta española sobre el derecho de reunión. En tiempo record, el 30 de abril, víspera del mitin rodante, los magistrados le dijeron a la CUT que no. Sacaron a relucir no solo la normativa precisa de la cuarentena; sino las cifras de contagiados y muertos en Galicia, que no son como las de Madrid, pero sí suficiente razón, en la argumentación constitucional, para rechazar una propuesta que acusaron de improvisada; pues qué sentido tenía una caravana sino era para congregar gente en el camino.
Los jueces españoles citan la normativa sanitaria –base de las decisiones político administrativas de las autoridades que dictaron la cuarentena- y añaden que la caravana, planteada para recorrer la avenida central de la ciudad, partiría en dos a la población dificultando el paso de enfermos y ambulancias. O sea, la salud pública, concepto asociado al derecho a la salud y a la vida, se esgrime como argumento por encima del derecho de reunión.
Los españoles, por cierto, pueden llevar estos procesos con relativa flexibilidad, pues su cuarentena está enmarcada en la declaración de ‘estado de alarma’, que es el menos grave de los regímenes especiales (los otros son el estado de excepción y el estado de sitio) y se puede decretar por 15 días, requiriendo que el congreso apruebe su prolongación. En los presupuestos de la alarma, la constitución española ha colocado expresamente a las ‘crisis sanitarias’, así que no había mucho que discutir sobre su pertinencia. En el Perú, el concepto de estado de excepción, siendo tan grave para la libertad, es muy escueto.
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Te exhorto
Nuestra Constitución de 1993 dedica 2 artículos (137 y 200) a los estados de excepción, que son dos, el de emergencia y el sitio. Este último nunca se ha dado, pero el de emergencia se ha usado y abusado durante la lucha contra el terrorismo. En las últimas décadas se ha declarado solo en algunas regiones.
La jueza Susana Castañeda tiene un particular interés teórico en el tema y participa en varios foros virtuales con colegas de similar interés en el mundo. Ella me dio a conocer el caso español y, además, me hizo oír la exposición de una jurista alemana que contaba cómo en su país no quisieron declarar el estado de excepción, pues ello traía recuerdos de su abuso durante el Tercer Reich. El gobierno de Angela Merkel optó por basarse en leyes, convocar la autoridad de sus estados federados y exhortar a la autodisciplina de la gente.
Ciertamente, en un país ideal, la pandemia se combatiría eficazmente con una guía de protocolos y algunas prohibiciones específicas respecto a las aglomeraciones de gente; pero el Perú dista mucho de ese perfil nacional al que se acercan Suecia, Taiwan o Nueva Zelanda. Por eso, de alguna manera, la normativa escueta y dura sobre los estados de excepción, ha sido funcional al impulso radical que tuvo el gobierno de Martín Vizcarra en marzo: dictó la emergencia por 60 días y la renovó, apenas informando al Congreso como pide la Constitución. No hay control político durante la medida; si lo hay, será ex post.
Susana Castañeda repite con insistencia que el Congreso debiera hacer un desarrollo legal de los Art. 137 y 200 de la Constitución. Es indispensable precisar las circunstancias y los alcances en que se pueden dar medidas tan restrictivas de derechos fundamentales como los de libertad individual (te pueden detener 48 horas como si nada), tránsito, reunión e inviolabilidad de domicilio. Cómo será de escueto el Art. 137 que ni siquiera se pone en el supuesto de una crisis sanitaria. Ello está incluido en el muy amplio considerando “graves circunstancias que afecten la vida de la nación”.
Esta falta de desarrollo legal que precise y acote la amplia facultad que tiene el gobierno de quitarnos garantías; sí ha sido protestada. La jueza me da la ruta para encontrar los antecedentes. Son dos sentencias del TC. La primera es la 0017-2003. Esa vez, la Defensoría del Pueblo interpuso una acción de inconstitucionalidad contra la Ley 24150 y el DL 749 que regulaban el papel de las fuerzas armadas (FFAA) en los estados de excepción, y se arrogaba facultades que excedían al Art. 137 que dice expresamente que las FFAA tomarán el control solo si el presidente lo dispone.
Entre otras correcciones precisas, el TC presidido entonces por Javier Alva Orlandini, obligó a corregir el concepto ‘comando político militar’, borrando ‘político’ pues ello le daba a las FFAA un rol deliberante que la Constitución no le reconoce. Para concluir, el TC exhortó al Congreso a legislar sobre los estados de excepción.
La sentencia 02-2008 es más elocuente. 31 congresistas iniciaron un proceso de inconstitucionalidad contra la Ley 29166 que aprobó normas complementarias a la Ley 28222 sobre el empleo de la fuerza por las FFAA. El caso fue parecido al del 2003, y el TC declaro fundado algunos aspectos. No solo exhortó sino dio al Congreso un plazo de 6 meses para desarrollar legalmente los dos artículos de la Constitución, precisando criterios y alcances de los estados de excepción. El Congreso nunca lo hizo.
El control jurídico durante los estados de emergencia sí existe. Los jueces pueden recibir hábeas corpus y ya tienen varios motivados por el afán de muchos presos, con y sin condena, en ser liberados alegando su vulnerabilidad a la infección en las cárceles. Uno de ellos, al ser rechazado, motivó a sus abogados, el pasado 14 de mayo, a elevar el caso al TC. Se trata nada menos, que Antauro Humala, infectado con Covid 19. En el TC me han confirmado que es el primer caso relacionado directamente a la pandemia que llega a sus manos.
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Tabaco y sida
El derecho a la libertad frente a las severas restricciones interpuestas en nombre de la salud pública, es, de alguna manera, el derecho al contagio. El ser humano, en su libérrimo criterio, puede exponerse al riesgo y hacer lo que le dé la gana con su cuerpo, mientras no afecte al cuerpo ajeno.
No es la primera vez que podemos plantear el debate en estos términos. Hay dos antecedentes dignos de evocar. El primero es el menos dramático, el del tabaco. Décadas de campañas antitabáquicas, alentadas por médicos que encontraban evidencias de daños corporales e irreversibles; han provocado severas restricciones a las libertades de los fumadores. En casi todo el mundo se reconoce y respeta el derecho a fumar pero, en nombre de la salud pública, se restringe solo a espacios abiertos o privados. Pero se mantiene el comercio de cigarrillos, en nombre de la libertad del consumidor.
El caso del Sida sí es dramático, pues se trata de un virus que, aunque se ha convertido en enfermedad crónica no letal, altera la salud y la vida. Ahora bien, el contagio es fácil de prevenir pues solo se da a través de la sangre y el semen, y basta protegerse durante las relaciones sexuales. El contacto rutinario con infectados no entraña ningún peligro.
Durante los primeros años de la pandemia del Sida, sí entraron en conflicto los derechos a la privacidad del enfermo (identificarlo lo estigmatizaba y discriminaba) y una interpretación polémica de la ley que buscaba penalizar a quien, a través de relaciones sexuales sin protección, contagiara a otro sin haberle advertido de su condición de portador de un virus.
En la actualidad, en materia del Sida, prepondera el derecho a vivir asumiendo el riesgo de ser contagiado o de reinfectarse en las relaciones sexuales. Cada individuo es responsable de cuidarse, sin que el infectado sea penalizado por no informar de su condición. Incluso, hay una tendencia, en los últimos años, de muchos infectados a asumir su vida sexual sin protección contra el Sida o cualquier ETS (enfermedad de trasmisión sexual), sin mayor protección que el PrEP, un medicamente que previene la infección.
La experiencia, en principio trágica, luego crónica y endémica, del Sida, ayudó a procesar el dilema entre el derecho a la privacidad del enfermo y el derecho a ser protegido del contagio; apelando a la responsabilidad del individuo. Este dilema hoy se plantea de forma más acuciante. El Covid-19 es muchísimo más agresivo que el tabaco e infinitamente más trasmisible que el Sida.
Ahora, la identificación del enfermo sí puede ser un recurso importante de prevención. Ello colisiona con la protección que nuestra legislación, como la de muchos países, hace de la identidad de los enfermos. Incluso, la Ley de Salud sanciona a los profesionales médicos que revelan información de los pacientes. A pesar de todo esto, las instituciones y centros laborales sí toman medidas drásticas de aislamiento de los infectados que nadie se atrevería a discutir.
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Sí se ha discutido, en otros países, el uso de aplicaciones que, con cierta precisión, señalan domicilios de infectados, para prevenir el tránsito en las cercanías. Era la idea de la App Perú en Tus Manos, que no ha llegado a desarrollarse. El punto medio es difundir un mapa de calor que muestra la zona con infectados, sin llegar a identificar el domicilio exacto.
Por otro lado, el Código Penal (Art. 289) sanciona con pena de entre 3 y 10 años a “el que, a sabiendas, propaga una enfermedad peligrosa o contagiosa para la salud de las personas”. Si el contagiado acaba con lesiones graves o muerto, la pena será de 10 a 20 años.
Interpretar ese delito a la luz de la actual pandemia, puede llevar a condenas peligrosas. El contagio es tan fácil de provocar y a la vez tan difícil de saber quién o qué lo provocó; que sería absurdo penalizar a quien por andar con evidente o aparente imprudencia, contagió a alguien que tenía cerca. Se asume que cada ciudadano buscará protegerse de la mejor manera posible.
Sin embargo, si la conducta es muy peligrosa (por ejemplo, alguien con síntomas y sin mascarilla, en un espacio cerrado, acercándose impulsivamente a otros) podría tipificar como una conducta culposa, y si se pudiera demostrar una conducta deliberada para causar daño, pues estamos ante un delito sin atenuantes.
La larga cuarentena pasará, pero habrá muchas restricciones que no se sustenten nítidamente en la salud pública y alguien podría cuestionar su constitucionalidad. También hay limitaciones al tránsito y acceso al empleo, para algunos segmentos vulnerables, que en lugar de protegidos se sentirán discriminados y disminuidos en sus derechos. Bienvenidos a los retos, dilemas y delitos de la nueva convivencia.
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