Por Martín Tanaka
Que el ambiente político en el Perú está crecientemente crispado parece una constatación obvia. Muestras de intolerancia por doquier, acusaciones cruzadas, indignación, desconfianza, proliferación de teorías conspirativas. “Nada es casual en política”, “en política no se puede ser ingenuo”, “piensa mal y acertarás”.
En medio de todo esto, conviene no perder la perspectiva, intentar entender lo que estamos viviendo y cómo llegamos a esto. Para empezar, este clima es relativamente nuevo. Hasta no hace mucho, lo que nos llamaba la atención es cómo primaba la continuidad del modelo económico instaurado en la década de los años noventa, y la fortaleza del establishment para “poner en vereda” al Alan García que se movilizó en contra de la suscripción del TLC con Estados Unidos en el 2004 y que derrotó a la “candidata de los ricos”, Lourdes Flores, en la primera vuelta de las elecciones del 2006 (con quien luego formaría alianza en el 2016); mucho más elocuente fue el abandono por parte de Ollanta Humala de la “gran transformación” del 2006 y luego de toda su coalición de izquierda después de los sucesos en Conga, a poco más de cuatro meses de haber llegado al gobierno en el 2011. A lo largo de esos años, el fujimorismo pasó de ser marginal en el 2001 a ser socio importante del gobierno de García en el 2006, y luego protagonista de la segunda vuelta presidencial en el 2011. El fujimorismo reaparecía de la mano de la continuidad y legitimación de las políticas orientadas al mercado, de allí que el candidato Pedro Pablo Kuczynski llamara entusiastamente a votar por Keiko Fujimori en la segunda vuelta de las elecciones de ese año. Es más, después de los resultados de las elecciones del 2016, sin un candidato crítico con el modelo económico en segunda vuelta, una ‘pax neoliberal’ parecía asegurada. Hasta el 2016, la conflictividad oponía a los críticos con el modelo económico con quienes apostaban por su continuidad, con un claro predominio de los segundos. Así vivió el país el “giro a la izquierda” que movió las aguas de todo el continente.
En realidad, la conflictividad reciente es consecuencia del quiebre de la coalición pro modelo económico vigente desde la caída del fujimorismo; el propio fujimorismo se enfrascó en una confrontación muy destructiva con acaso la mejor personificación de la continuidad del modelo, Pedro Pablo Kuczynski. Antiguos aliados se convirtieron en enemigos. De otro lado, la onda sísmica proveniente del terremoto de Lava Jato en Brasil puso en el centro de la agenda el problema de la corrupción; inesperadamente, quienes ocuparon el gobierno y quienes recibieron importantes fondos de campaña, los más fuertes en el pasado, pasaron a estar en el banquillo de los acusados, y quienes lograron montarse sobre la ola de indignación de la opinión pública aparecen fuertes ahora, aunque en realidad no cuenten con ninguna base de sustentación propia.
En este río revuelto, tenemos en realidad un sálvense quien pueda generalizado, pero algunos creen ver acciones cuidadosamente planificadas, coordinadas y desarrollan asombrosas teorías conspirativas. Pero ni el gobierno ni las ONG controlan el Poder Judicial o los medios de comunicación, ni los corruptos las tienen todas consigo. Estamos ante actores diversos con alineamientos cambiantes que se mueven en múltiples frentes. En medio de esto, no perder vista que crispación no implica, en realidad, polarización: no es que la sociedad esté alineada detrás de los actores en pugna. En realidad, la sociedad mira el espectáculo de este enfrentamiento con creciente distancia, ajenidad e irritación.