El sábado pasado “Somos” empezó una serie de perfiles de candidatos jóvenes al Parlamento, con entrevistas a un cuarteto inicial de distintos partidos. En mi columna anterior mencioné que la ciudadanía daba muestras en cada elección de entender la representación política como responsabilidad, vale decir, como una oportunidad para que los representantes rindan cuentas de su paso por el poder frente a sus representados. Cuando hablamos de jóvenes en la política, o de otro rasgo o característica que identifica o refleja al elector con su representante, como un espejo, hablamos en cambio de una representación sociológica, lo que abre preguntas interesantes en el caso peruano.
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La premisa central de la representación sociológica en este caso es que un representante joven defenderá los intereses de sus electores por pertenecer a la misma generación. Pero si hay algo que esos perfiles de “Somos” demuestran es que se trata, en realidad, de un grupo etario heterogéneo, que no necesariamente se encuentra identificado con la idea de generación del bicentenario que se popularizó a fines del año pasado.
Ser joven, entonces, desde esta perspectiva, no garantiza la defensa o la representación de intereses o ideas similares. Alberto de Belaunde del Partido Morado y Nelly Huamaní del Frepap llegaron al Parlamento este año con la misma edad, pero sus votaciones seguramente revelan más discrepancias que acuerdos.
¿Por qué nos debería preocupar entonces que participen los jóvenes en política? No se trata de asegurar la continuidad de la política, como lo puede ser la práctica de algún deporte o afición que va perdiendo popularidad con nuevas generaciones (en Estados Unidos los aficionados al béisbol ven con pavor cómo los jóvenes no se enganchan con un deporte con juegos que en promedio duran 4 horas y deben competir con tiktoks de 15 segundos)
La presencia de jóvenes sugiere la idea de recambio, pero también de rostros nuevos, sin mochila, más allá de diferencias ideológicas. Vemos con optimismo la participación juvenil con cierta expectativa e ilusión quizás. Aun así, las cifras muestran que su participación es limitada (la edad promedio de los postulantes para la última elección era de 46 años y 7 meses) y la poca presencia de jóvenes puede deberse a una desafección con el sistema, pero también al recelo de generaciones mayores que temen perder cuotas de poder dentro de sus partidos.
Un informe de Transparencia señala que en el 2011 el promedio de edad del Parlamento elegido ese año era de 51 años y que en el del 2016 era de 49. En ese entonces, el congresista más joven tenía 26 años, y el mayor 73. En el Congreso actual, elegido en el 2020, el promedio de edad es casi el mismo que en el 2016, 48,5 años. La congresista más joven fue elegida con 27 años y el mayor con 78. El segundo congresista de más edad, Francisco Sagasti, terminó alcanzando la Presidencia de la República en noviembre.
En el papel, al menos, los candidatos jóvenes tendrían mayores posibilidades de capitalizar las restricciones de campaña impuestas por la coyuntura, al priorizar actividades virtuales. Tendremos un Congreso con muchos rostros nuevos dado que los actuales parlamentarios, y aquellos que fueron elegidos originalmente en el 2016, no podrán participar, y es probable que el promedio de edad mantenga una tendencia a la baja.
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