El autor de esta columna reflexiona en base a un texto del restaurantero Peter Hoffman en el "New York Times". (Foto: Kate Townsend/ Unsplash)
El autor de esta columna reflexiona en base a un texto del restaurantero Peter Hoffman en el "New York Times". (Foto: Kate Townsend/ Unsplash)
Javier Masías

En Nueva York no solo el metro hace agua. Hace unos días un amigo cocinero compartió conmigo un artículo estupendo aparecido en el New York Times. Al día siguiente, tres cocineros más lo hicieron sin saber que ya lo había leído. “”, pronosticaba el título. Lo firmaba Peter Hoffman, un mítico restaurantero que operó hasta 2016 los restaurantes Savoy, Black Forty y Black Forty West. Las objeciones eran varias y se reproducen como un espejo en Lima –en Cusco, en Buenos Aires, en Latinoamérica, salvo excepciones contadas en el planeta Tierra–. Operando con márgenes delgadísimos, los restaurantes compiten por generar valor para los comensales. Los restauranteros, dice, compran ingredientes baratos, pagan sueldos bajos y empujan a su personal al límite. Es habitual la explotación y marginalización de migrantes, y los reportes de acoso sexual son ampliamente conocidos. Como si no bastara, existe cero preocupación por el balance entre el trabajo y la vida personal. Con el cuento de la reputación, los que se dedican a la alta cocina de mayor reputación estiran aún más el chicle. El modelo empresarial gastronómico hace agua, pero cuando se discute la situación salarial del personal, la defensa de restauranteros y chefs suele ser que la industria entera es así, exige al máximo por poco –empezando por el cliente–, y que romper esa normalidad es imposible.

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Y aquí es donde acaban las similitudes entre Nueva York y Lima (y buena parte del resto del mundo): a diferencia de lo que ocurre aquí, en Nueva York, el tiempo de pandemia ha permitido a muchos trabajadores reconsiderar si deben volver a trabajar en la industria gastronómica, una industria que, sienten, no se ha ocupado de sus necesidades ni de mejorar su clima laboral, por lo que escasea el personal justo cuando los comensales están volviendo a salir a comer. “Debemos aprovechar la oportunidad para comprometernos a mejorar la administración del talento y la cultura laboral, elementos críticos en la salud y resiliencia de la industria de restaurantes”, refiere Steven Picker, director ejecutivo de la alianza de la industria de comida y bebida y el departamento de pequeños negocios de Nueva York.

Si se desea que los trabajadores dispongan de una mejor calidad de vida –o se desaparezca el famoso horario laboral partido de los restaurantes–, va a requerirse contratar a más personas, hacer de las cocinas y salas espacios laboralmente más amigables e igualitarios requerirá de inversiones en clima laboral, y, en esencia costos más altos que se traducirán a un comensal reticente a pagar cuentas más abultadas por lo mismo que recibía antes.

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Los cambios que los empresarios gastronómicos tienen que hacer, triunfarán solo si los comensales los apoyan”, señala Hoffman en su artículo, porque si los restaurantes incrementan sus gastos, “los comensales tendrán que pagar más para cenar fuera. Deberían asumir esos incrementos como una expresión de sus propios valores. Tengo fe en que los comensales aceptarán estos cambios amablemente, aún si significa salir a comer con menos frecuencia”.

¿Qué piensas de todo esto?, le pregunté a cada uno de los que me enviaron el articulo del New York Times. “Hace rato que se nota”, me dijo uno. “Los valores han cambiado”, respondió otro. Los demás cocineros consultados piensan lo mismo.

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El boom gastronómico y la emergencia de nuestra cocina como motor de desarrollo, requieren una refundación post pandémica, coherente con el nuevo escenario y con estos nuevos valores. Los llamados de atención están por todos lados, desde la alta rotación de personal en algunos lugares, hasta las urnas, para quien se aventure a leerlas. Si nuestra escena gastronómica va a ser un modelo de desarrollo y de negocio como lo ha sido en el pasado, y va a aspirar a competir con las escenas gastronómicas de otras latitudes, debería hacerlo basada en el reconocimiento de las piezas que lo hacen posible. ¿Es viable una cocina peruana con una cultura de trabajo que no descanse en la explotación? ¿Estará el comensal dispuesto a aceptarlo? Cuando veo las imágenes del metro de Nueva York inundado por la lluvia, y pienso en ese artículo, me pregunto si la humedad de Lima estará en suspensión para siempre, o si se desatará como tormenta sobre las mesas alguna vez a la hora de pagar la cuenta.

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