Hace siete años, cuando llegamos a Madrid, Natalia y yo apenas si nos percatamos de que el Día de la Madre en España se celebra el primero de mayo, una semana antes que en Perú.
Recién cuando nació Julieta tuvimos que decidir bajo qué tradición guiarnos para celebrar la efeméride. La tentación de celebrar la versión española y la peruana era tan grande como cruda la realidad económica que nos lo impedía. Si viviéramos en Tailandia, Bielorrusia o Corea del Norte –donde las madres son agasajadas el 12 de agosto, 14 de octubre y 16 de noviembre, respectivamente– quizá nos lo habríamos permitido, pero con tan solo una semana de diferencia tocaba elegir.
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Al principio mi esposa prefirió que mantengamos la costumbre peruana, así que pasábamos de largo el Día de la Madre español y esperábamos siete días para contactarnos con Lima y festejar con nuestras madres a través de una videollamada. Lo único malo era que para ese momento las atractivas ofertas de las florerías y los grandes almacenes locales, pensadas expresamente para las mamás, ya no estaban vigentes, así que mis regalos destacaban por su modestia.
Sin embargo, justo antes de que Julieta ingresara al kínder, decidimos adelantarnos y suscribirnos al uso local. Dábamos por descontado que nuestra hija crecería siguiendo inequívocamente el calendario español y le tocaría, como a los demás niños, preparar manualidades para el primero de mayo.
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Este es el primer año en que esperábamos que Julieta regresara del colegio con, no sé, alguno de los típicos detalles que por décadas los chicos han fabricado en clase para sus mamás: una tarjeta coloreada con crayolas, una vela decorada con escarcha, una taza personalizada con estrellas, una foto intervenida con plastilina o un precioso joyero hecho meticulosamente con noventa palitos de helados, como el que construí para mi madre en tercer grado y que el gato del vecino usaba religiosamente como orinal.
Cuando Julieta llegó a casa con las manos vacías, me detuve a pensar qué podría haber sucedido. Ahí fue que me enteré de que la tradición de los regalitos hechos en clase viene revisándose en España por lo menos desde el 2010, cuando se comenzó a discutir sobre la necesidad de adaptarse a los nuevos modelos de familia. Desde entonces, ya son varios los colegios que han eliminado las festividades del Día de la Madre y del Padre, por considerarlas no solo obsoletas sino potencialmente discriminadoras y hasta psicológicamente dañinas para niños que pertenecen a familias monoparentales o que son criados por otros parientes (una tía, un abuelo). Esa exclusión se extiende a los hijos de parejas homosexuales que, según la Encuesta Continua de Hogares del 2019, conforman en España más 100 mil hogares a nivel nacional. También se verían afectados los hijos de familias migrantes, muchas de las cuales proceden de culturas donde estas celebraciones no tienen arraigo alguno o se festejan en fechas disímiles.
Para ciertos sectores, la alternativa más empática sería anular estas prácticas y darle énfasis al 15 de mayo, Día de la Familia desde 1993, según Naciones Unidas. Otra salida planteada es sustituir los clásicos regalos del colegio por trabajos artísticos, sin género específico, permitiendo que los niños escojan a quién homenajear. Por último, están los padres que piensan que, al depender estos hábitos y festejos del gusto de cada familia, deberían quedar restringidos al ámbito de la casa, pero ya no fomentarse desde la escuela.
En Perú sería interesante un debate como este, porque pondría bajo la lupa rituales conservadores muy aceptados, explotados social y comercialmente hasta la saciedad, y cuestionados por la propia realidad de las nuevas familias. Mientras llega el momento de encarar tal discusión, que los niños obsequien mañana cartulinas alusivas al Día de la Madre, y los padres se rompan la cabeza para no regalar una nueva licuadora. //