Tengo 12 años y estoy parada al lado de mi mamá en el supermercado, esperando en la cola. Estoy ansiosa porque quiero que me compre algo. No quiero dulces ni algún producto de belleza, sino la edición de Vanidades de comienzos de año, que incluye un especial de horóscopo de casi 10 páginas. Le suplico con los ojos y accede, interesada tal vez en el especial sobre la realeza que hay adentro.
No alcanzamos a llegar a casa y ya estoy destruyendo el plástico que envuelve a la revista y corriendo a mi cuarto a encerrarme y leer. Paso las páginas hasta llegar a Leo. Por supuesto que soy leo: creativa, ambiciosa, apasionada. Sé lo que quiero y no tengo miedo de ir por ello. También hay defectos asociados a ser leo, pero obvio que con esos no me identifico.
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Voy repasando mes a mes lo que las estrellas y los planetas tienen preparado para mí y para las millones de personas que comparten ese signo, lo cual es un tanto absurdo si uno lo piensa con detenimiento, pero a los 12 años nada se piensa con detenimiento. Por supuesto, una vez terminado de leer mi horóscopo, paso a leer el del chico que me gusta, para ver si el universo ha dejado alguna pista escondida.
Para mi cumpleaños 15 hago una reunión de celebración en mi casa. Mi mamá tiene una sorpresa: una chica vendrá a leernos las cartas. Estoy emocionada. Mi pequeña obsesión por conocer lo que las estrellas tienen preparado para mí sigue intacta. Me siento en la pequeña mesa que hemos designado para esta pitonisa, esta experta en las áreas del destino que usa jeans, chompa y parece no tener más de 20 años.
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Le pregunto sobre el amor, el colegio. Me da respuestas un tanto vagas que yo sobreinterpreto con destreza. Estoy satisfecha. El futuro, una vez más, se siente menos borroso. ¿Qué nos resulta tan atractivo de la astrología? Si uno le da un par de vueltas al asunto, no se sostiene en la racionalidad esta idea casi narcisista de que el universo en su vastedad está, de alguna manera, complotando para o contra nosotros, de que nuestras vidas y destinos son diseñados y afectados por aquello que sucede a millones de años luz.
No tiene sentido, pero le damos sentido, porque apela a tres búsquedas esencialmente humanas: pertenencia, identidad y control. Somos seres sociales. No dejamos nunca de querer ser parte, de buscar nuestra tribu. Pararnos junto a otros debajo del paraguas de un signo nos conforta, nos hace sentir menos solos, nos da una base común desde donde construir.
También nos permite desestimar a quien nos cae mal, diciendo “es que es escorpio”. Por otro lado, está lo atractivo que resulta que haya ciertas cosas “predeterminadas” sobre nosotros, características casi inamovibles que moldean nuestra manera de ver el mundo y personalidad. ¿Es esto en realidad producto de nuestra genética y el ambiente donde crecemos? Sí. Pero nadie hace agendas lindas sobre genética.
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El tener estas descripciones de quiénes somos, sin necesitar más que nuestro año de nacimiento, es un bálsamo, un descanso de la permanente crisis existencial en la que vivimos. Y por último: el control. Sin duda, el mayor atractivo para mí. Lidiar con la vida en su permanente azar y barajada de cartas me cuesta. Ante la proximidad de cualquier situación, analizo todos los posibles escenarios para “prepararme”. Tal vez por eso he terminado escribiendo guiones: por la satisfacción de poder controlar exactamente qué es lo que va a pasar a continuación.
Los horóscopos se sienten a ratos como un pequeño guion de nuestras vidas, un hackeo al sistema, un antídoto efímero contra la constante incertidumbre que es vivir. Dudo de que el movimiento de los planetas influya en que te asciendan o no en el trabajo, y que tu relación no haya funcionado porque él era tan tauro y tu tan géminis. A veces solo queda aceptar la cruel y humana realidad de que estamos por nuestra cuenta aquí y somos el producto de nuestras decisiones, pero igual voy a esperar a tomar esas decisiones cuando Mercurio no esté retrógrado. //