Las huellas de la violencia hoy en el Perú están, sin duda, ahí donde los daños físicos y materiales pueden calcularse. En las vidas segadas por balas y perdigones de policías. En las graves heridas propinadas a hombres y mujeres, tanto civiles como de uniforme, heridas cuyas secuelas aún desconocemos. Las huellas de la violencia también están, desde luego, en el secuestro de agentes policiales, en el bloqueo de carreteras que impide a cientos de ciudadanos atender emergencias impostergables. Asimismo, las notamos en los edificios públicos e inmuebles privados que han sido arrasados o saqueados por turbas delictivas que, al sembrar terror a su paso, armados con algo más que palos y piedras, invalidan automáticamente las consignas que supuestamente salieron a la calle a defender. Esta semana el rastro de esa violencia aparatosa alcanzó a dos legisladores, que se corretearon mutuamente para zanjar sus diferencias a los puños, en un hemiciclo convertido en parvulario.
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Esa gran violencia es la más patente, la que medios nacionales e internacionales y ciudadanos pacíficos hacen bien en condenar. Pero no es la única. Hay otra violencia, igual de estridente, pero que en medio de este pandemonio pasa un tanto desapercibida. Hablo de la violencia de las palabras, esa que instrumentaliza el lenguaje como arma arrojadiza, ya sea para soliviantar al otro o para intentar invalidarlo. En las marchas, fuera de las arengas comprensiblemente indignadas de aquellos que se sienten postergados o traicionados por la clase política, hemos oído inauditos llamamientos incendiarios, como el lanzado por una mujer en el centro de la capital: “Vamos a quemar Lima”. Esa violencia verbal requiere explicaciones ante la justicia. Pero no muy lejos están las frases soltadas por individuos que tienen o han tenido algún cargo público, que se consideran inimputables, y que no hacen más que avivar el fuego que hoy nos arrincona. Pienso, por ejemplo, en la ex primera ministra Betssy Chávez pidiendo la remoción de la fiscal Patricia Benavides, responsabilizándola “de las muertes en nuestro país”. Pienso en el propio Pedro Castillo lanzando convocatorias desestabilizadoras, confundiendo la prisión de la Diroes con el salón Túpac Amaru de Palacio de Gobierno. Pienso en Aníbal Torres y su ofensiva apuesta por la clandestinidad. Pero también pienso en el congresista Ernesto Bustamante denigrando la forma de expresarse del gobernador regional de Puno. Y pienso en otros congresistas y funcionarios en general, que tienen el adjetivo calificativo “terrorista” en la punta de la lengua y no dudan en escupirlo trivialmente, como si el país no tuviera memoria de lo que el auténtico terrorismo significó. Y pienso en esos periodistas supuestamente sensatos que en las redes fuerzan, sin empacho, irresponsables analogías entre políticos de izquierda y mandos de Sendero Luminoso. Y pienso en activistas de izquierda que se resisten a reconocer el autogolpe del 7 de diciembre. Y pienso en ese comunicador televisivo que, sin ocultar su desprecio por quienes piensan diferente, se preguntó abiertamente por qué la fuerzas del orden “no les meten a estos señores un balazo en la cabeza”, en referencia a un grupo de manifestantes. Y pienso en todas esas personas que, utilizando su nombre en las redes o bien desde el anonimato, justifican las salidas más extremas al actual cuello de botella: o la insurgencia callejera sin importar los métodos o la represión sin contemplaciones por parte de las Fuerzas Armadas. En los países convulsos, las soluciones no tienden a estar en los márgenes.
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La violencia salvaje que hemos visto propagarse por varias regiones —y que arruina el impacto de las protestas legítimas— debe castigarse con la cárcel. Creo que eso no se discute. Pero no olvidemos que la violencia verbal, ejercida muchas veces por ciudadanos que han gozado de una educación completa, incluso privilegiada, es a la larga tan agresiva como la otra. O acaso más. Claro, no provoca daños en infraestructura ni magulla cuerpos ni pone vidas en riesgo, pero destruye, horada, mutila, enfrenta, divide, genera odios, multiplica rencores y eso la vuelve estructural y, a la larga, más peligrosa.
Esta no es solamente una crisis política que se resolverá (o no) con la toma de decisiones de las autoridades de turno. Es, principalmente, una crisis social. Una crisis de fondo. La calle es el escaparate donde las emociones estallan. Lo que allí vemos son los síntomas dispersos de una enfermedad que tiene al país entero al borde de la metástasis. Quizá no todos tengan la culpa del desmadre, pero sin duda todos somos responsables de hacer algo para superarlo. //
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