Hace treinta años, en el Perú el principio de autoridad se respetaba. Campeaba la desconfianza, pero había unos pocos políticos que imponían carácter y, junto a ellos, contadas figuras de diversos sectores e instituciones que, mal que bien, ostentaban jerarquía, experiencia, don de mando. Sin Internet ni redes sociales, el vínculo de esos personajes con la población era convenientemente distante y vertical; quizá funcionaba precisamente porque era distante y vertical.
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Hoy, esa dinámica no existe más. Ni en el Perú ni en ninguna parte. Los ciudadanos más jóvenes no obedecen a nada, a nadie. En nuestro país, tal desobediencia es comprensible, pues todas aquellas entidades llamadas a velar por el bienestar común e infundir algún tipo de seguridad llevan veinte años fracasando. En vez de cuidar a la sociedad, la han traicionado sistemáticamente. No solo me refiero al decepcionante comportamiento público de la clase política, militar o policial, sino también al de la Iglesia, la prensa, la escuela, la academia, el cuerpo médico. Unos más, otros menos, pero todos han contribuido a reforzar el escepticismo de las mayorías. Ya ni siquiera tenemos artistas o intelectuales que gocen de unanimidad; si hay, sobran los dedos de una mano para contarlos. ¿Dónde están las personalidades nacionales vivas en las que este país fragmentado reconoce credibilidad, hacia las que guarda estima o consideración? No se me ocurren nombres.
Hoy la gente cree únicamente en sí misma, con suerte en su entorno más próximo; todo lo que esté más allá de ese círculo genera inmediata suspicacia. Por eso cuando Pedro Castillo, mandatario que no manda, poderoso sin poder, líder sin liderazgo, dispone una inmovilización ciudadana, nadie acata la orden. Nadie le hace caso. Al revés, la población se rebela y toma las calles para hacer patente su rechazo a la medida. La analogía del padre que ha perdido crédito ante sus hijos no cabe, por una sencilla razón: el rol paterno no es renunciable; la función presidencial, sí.
¿Es la renuncia un gesto de rendición? Para nada. Queda esa sensación cuando se tira la toalla o se patea el tablero antes de tiempo, sin hacer un esfuerzo adicional. No es el caso. Ya llevamos casi nueve meses de espera y no hay alumbramiento a la vista.
La mayoría de veces, por falta de humildad o exceso de orgullo, los políticos evitan reconocer sus yerros. Les da miedo decir “no puedo”, “no sé”, “no soy capaz”. Desperdician así el efecto positivo que causaría en la población escuchar esas dos palabras que, yuxtapuestas, pueden evitar catástrofes: “Me equivoqué”. Si en boca de un individuo cualquiera la frase es balsámica, en boca de un presidente resultaría sobrecogedora.
Hay renuncias que adecentan, que salvaguardan la hidalguía, que contribuyen a mejorar un clima demasiado enrarecido. Pedirle a Pedro Castillo que renuncie no es forzarlo a que desconozca el mandato democrático que le confiaron casi nueve millones de peruanos en junio del año pasado, pues miles de esos votantes hoy reprueban su gestión, de acuerdo con las encuestadoras más serias del país y, sobre todo, según lo visto en las marchas y protestas descentralizadas de las últimas semanas. La voluntad popular se expresa secretamente en las urnas cada cinco años, pero se manifiesta abiertamente en las calles todos los meses. Hoy el mensaje de las calles dentro y fuera de Lima es muy claro.
Pedirle al presidente que renuncie y convoque elecciones generales es invitarlo a que le devuelva al país algo de la calma que hace años no tiene. Lo que venga después, sea igual o peor, será otro capítulo que demandará sus propias batallas, pero hoy urgen decisiones radicales a favor de la tranquilidad general. Si Castillo no renuncia, las multitudes desobedientes continuarán exigiéndoselo. Y vendrá más violencia. Y tendremos más muertos. Y entonces no habrá remedio para solucionar el desastre ni parábola del pollo para justificarlo. //