
Han pasado nueve meses desde que nació Emilia, mi segunda hija. A diferencia de cuando nació la mayor, Julieta, esta vez el acontecimiento me pilló mejor colocado. La primera vez, siete años atrás, la experiencia fue brutal: un terremoto grado diez con epicentro en mi subconsciente que generó daños devastadores y víctimas mortales en las estructuras de mi ego. Hasta escribí un libro sobre los efectos inmediatos de aquel sismo. El nacimiento de Emilia, en cambio, ha sido apenas una réplica de menor intensidad. Sí, asustó, pero ya tenía hecha la maleta de primeros auxilios, ubicado el extintor de emergencia, e identificadas las rutas de evacuación.
Tan sereno me encontraba que, a los pocos días del parto, se me ocurrió abrir un canal de YouTube, o al menos un podcast, donde registrar los progresos del crecimiento de la bebe. Estaba convencido de que, si generaba contenido dos o tres veces por semana, no tardaría en formar una cuantiosa comunidad de contemporáneos (hombres y mujeres entre treintaicinco y cuarentaimuchos) abocados a debatir amigablemente las vicisitudes de la paternidad reincidente (o de la paternidad a secas). Mi entusiasmo fue tan desbordante que hasta escribí el guion de los primeros dos programas; solo era cuestión de ‘encontrar el momento’ de grabarlos.
Hasta hoy sigo en busca de ese momento.
Nunca abrí el canal, nunca colgué contenido, nunca formé ninguna comunidad. ¿La razón? Simplemente no me ha dado el pellejo. Había olvidado las implicancias físicas de criar un bebé para una pareja de cuarentones que vive lejos de su red de ayuda familiar y que nunca quiso (ni querrá) contratar a una nana. La memoria, felizmente, reaccionó rápido: la primera vez que le cambié un pañal a mi segunda hija, mis brazos ya sabían qué movimientos hacer (igual que con la bicicleta: una vez que aprendes a montarla, a tu cuerpo ya no se le olvida cómo mantener el equilibrio).
Es emocionante lo que ocurre con un bebé en tan solo nueve meses. Los padres no cambiamos nunca, les ofrecemos a nuestros hijos la misma aburrida apariencia durante largos periodos de tiempo, pero ellos –al menos de pequeños– mudan sus facciones y tamaños de un momento a otro, a veces de manera radical. En estos meses, he visto a Emilia superar una crisis respiratoria (que la mantuvo tres días en el hospital); variar su alimentación (ahora, sin dejar la leche materna, come desde manzanas hasta lentejas, pasando por alcachofas, zanahorias y granadilla); renegar, con encantadores balbuceos, ante la aparición de sus primeros dientes; e interesarse por las melodías de una banda musical infantil denominada Pica-Pica. Mi hija más pequeña está a punto de gatear, en cualquier momento se erguirá, se pondrá a caminar, se tropezará contra alguna superficie y, cuando menos nos demos cuenta, ya se habrá ido de la casa. Sé que exagero, pero a la vez sé que no exagero en lo absoluto.
Adoro ser padre de dos niñas. Si hace veinte años alguien me hubiese preguntado «¿te interesa ser papá?», le habría respondido: «no, pero si alguna vez tengo un hijo, confío en que será varón e hincha de la U». Juro que soñaba con tener un hijo hombre (un hijo bautizado Benjamín, igual que mi bisabuelo, hombre por el cual el malecón de Miraflores se llama como se llama), y con llevarlo al estadio con la camiseta crema. El destino, felizmente, me trató con más imaginación, permitiéndome ser papá de dos niñas, dos niñas encantadoras que exploran a diario su hermandad y a las que el fútbol les interesa lo mismo que los documentales gastronómicos de Mubi. Mi hijas me reeducan, me reprograman, me ayudan a poner entre signos de interrogación las tóxicas certezas machistas con que fui educado. Gracias a ellas –o a los errores que cometo con ellas– perdono el autoritarismo de mi padre y el mal genio de mi madre (suele pasar que al crecer recién entiendes por qué tus padres se comportaban de esa manera tan extraña).
Sé que en el futuro próximo mis dos hijas me depararán severas migrañas (la adolescencia, los pretendientes, las inseguridades, otra vez los pretendientes), pero falta tanto que no veo la necesidad de anticipar la pesadilla. Por el momento proclamo mi felicidad de papá chancletero y cruzo los (veinte) dedos para que pueda verlas crecer, trastabillar, caerse, levantarse, en fin, hacerse grandes. Sé que falta demasiado, pero hay que ir paso a paso. Una última imagen: mi hija mayor me jala de la camiseta, me pide que escuche su nueva composición en el piano; mientras que la menor, con un llanto desesperado, exige un imperioso cambio de pañal. ¿Hay algo más importante que eso?