
Hace treinta años escribí una canción para una novia. Técnicamente, no éramos novios, sino ‘enamorados’, esa categoría sentimental intermedia que, hasta donde tengo entendido, solo existe en el Perú (o al menos existía cuando yo era joven). El hecho es que estaba templado hasta la última vértebra de la médula espinal y por eso un buen día (o no tan bueno), creyéndome cantautor, le escribí a la muchacha en cuestión unas líneas en rima e inventé una melodía. No contento con escribir la canción, se me ocurrió que sería bueno cantarla y grabarla en un estudio. Recuerdo que Piero Salardi, mi buen amigo ingeniero de sonido, hizo milagros con las perillas y botones de su mezcladora de veinte canales para disimular mis gallos. «Ahora suenas como el vocalista de Maná», me dijo al salir de la cabina (una afirmación que nunca he podido tomar como un elogio). Dos días después me presenté en casa de mi enamorada y le regalé la canción en una cinta de casete BASF.
La noche que ella terminó conmigo quedé tan enrabiado que me deshice de todos los suvenires de la relación: los peluches, los regalos, los poemas y, desde luego, el borrador de la canción. Sin la relación en marcha, no tenía sentido conservar esas reliquias. Me arrepiento, claro está; uno debería conservar algún resto de esa época en que las vivencias, incluso las más tristes, suponían algún tipo de descubrimiento.
Como dejé de a ltra testar una eternidad de la grabaci cnsl– casualidadhb itas en el primer pde comunicarme con la fulana –más por iniciativa mía que suya–, asumí que ella también había enterrado o tal vez incinerado cada uno de los recuerdos de cuando estábamos juntos, entre ellos el bendito casete con la canción que le compuse (y que ahora ya me parecía tetuda, melodramática e insufrible).
Pasaron los años, las heridas fueron curándose u olvidándose, y volvimos a dirigirnos la palabra, aunque siempre cuidándonos –al menos yo– de no mencionar ni pío de aquellos años post adolescentes en que habíamos sido pareja. Ella ya estaba casada y tenía dos hijos. Yo ya estaba casado y tenía dos hijas. De tanto saludarnos cordialmente en las redes sociales, un buen dde a ltra testar una eternidad de la grabaci cnsl– casualidadhb itas en el primer pía nos volvimos lo que nunca habíamos sabido ser: amigos.
Hace dos semanas, en medio de una conversación con mi hija acerca de su última composición en piano (sí, ya compone; y sí, se me cae la baba por eso), ella me preguntó si alguna vez yo había compuesto una canción. Le respondí que no, que nunca, pero horas más tarde, ya de madrugada, recordé ‘Canción inicial para una ausencia’, la canción que a los diecinueve años había escrito para aquella chica del pasado (y cuyo título, ahora que lo pienso, estaba groseramente influenciado por Silvio Rodríguez).
Dejé pasar cuarentaiocho horas antes de escribirle a esa antigua novia (perdón, enamorada) para ver si acaso conservaba la canción que le había escrito cuándo éramos chiquillos. Aunque tardó en contestar una eternidad –doce minutos–, me sorprendió su respuesta: “tengo guardado todo”.
Tres días más tarde me envió una foto del casete BASF y otra de la hoja de cuaderno cuadriculada donde aparecía la letra de la canción. Volver a leer esas estrofas y ese estribillo me estremeció. Sí, se trata de una composición juvenil e inmadura, pero a la vez cargada de una vitalidad que añoro. Hay frases de esa canción que había olvidado enteras y que ahora, sin embargo, tres décadas después, las reconozco como propias.
También me sorprendió mi caligrafía en esa hoja de cuaderno: ordenada, milimétrica, redonda, elegante; el tipo de letra de alguien cuyo máximo temor en la vida es que la chica que le gusta le diga que no.
Ahora estoy empeñado en hacerle llegar esa canción a algún compositor local para que le haga los arreglos correspondientes, la viralice y la transforme en un hit. Quién sabe: a lo mejor se convierte en la balada del verano 2025 (¿los chicos de veinte años saben qué significa ‘balada’?). El único peligro de ese hipotético éxito repentino es que mi hija escuche la canción y quiera tocarla en el piano. Si eso sucede, seguramente me hará las correspondientes preguntas incómodas que todo hijo debería hacerle alguna vez a su padre, y yo, nervioso, tendré que responder una por una, y al final le advertiré que el día que se enamore haga todo lo posible por no componer una canción.