Desde los 15 hasta los 27 años me dediqué a sufrir. Había depositado esperanza, calidad de vida y razón de felicidad en novios pasajeros y relaciones conflictivas en las que yo siempre terminaba como víctima. Llanto sobre llanto, lágrima sobre lágrima, construí mi autoestima sobre la base de cuánto me querían los demás (o sobre la base de que no me querían). La versión romántica del amor era la única que me importaba. Robaba mi energía.
Crecí en un colegio de mujeres. Durante mi infancia, me la pasé viendo y absorbiendo telenovelas mexicanas. Mi imaginario y proyección de vida, entonces, estaban construidos bajo los filtros de Televisa. E, inevitablemente, el drama. De hecho, la relación conmigo misma también era en cierto modo dramática. Cuando estaba en secundaria, durante los años noventa, la mayoría de mujeres de mi edad estábamos obsesionadas con lo que comíamos. Gracias a Dios no existían redes sociales tortuosas con el infinito entero para compararnos, pero los estándares de belleza siempre han sido los mismos: rubias, flacas, blancas, guapas, exitosas. Todas las que estábamos presas de esa presión social contábamos calorías.
Mi contextura siempre ha sido tan delgada que fue en el colegio que me apodaron ‘pollo camboyana’ (ojo, la relación de ciudadanía de mi apodo tiene que ver con un video de pobreza y hambruna en Camboya que vimos durante la época del colegio y con la falta de empatía de los adolescentes con realidades ajenas). Aun así, flaca y huesuda, controlaba lo que comía. El autosabotaje no venía solo de la dieta que podía seguir o no; también en la toxicidad de mis relaciones: siempre atrás del que me hiciera sufrir más.
Hay una explicación científica para nuestra inclinación hacia el prototipo de chico malo. A las mujeres nos gusta el reto de conquistar lo imposible (se hizo un estudio que comprobó exactamente que nos atraen más los hombres que queremos transformar).
Mi dinámica era de sufrimiento: no tenía idea de qué quería hacer con mi vida, pero sí con quién pasarla y eso era la único que me importaba. No era feliz, no me entendía, y aunque sabía qué me hacía bien, y qué no, no podía tomar la decisión de soltar lo que me dañaba.
Nos empeñamos en mantener dinámicas dolorosas cuando no tenemos claro cuánto valemos. Cuando no nos miramos con ojos de amor incondicional, cuando de alguna manera hemos creído que no merecemos nada. Desde esa isla/prisión mental donde nos exiliamos nosotras mismas, dejamos que la vida nos golpee.
Fue recién cuando entendí mi vulnerabilidad, la forma en la que siento, cómo percibía las cosas (desde qué ángulo quería verlas), que comencé a construir mi autoestima. Mi psicoanalista siempre me preguntaba: ¿qué es lo que quieres tú? Sin conocimiento no hay nada.
Así que el primer paso es conocerse: obsérvate, cómo te comportas, cuáles son tus pensamientos recurrentes, cómo manejas tus emociones, ¿te cuesta?, ¿no te cuesta?, ¿dejas que el miedo te domine?, ¿a qué le tienes miedo?, ¿cuáles son tus límites personales?, ¿hasta dónde le permites qué a quién? Hay que preguntarnos muchas cosas. Hay que observarnos en silencio para conocernos.
El segundo paso es aceptarnos como somos: reconociendo nuestras imperfecciones como humanos. Hay que abrazar nuestro lado oscuro, así como celebrar nuestros poderes y virtudes. Solo cuando aceptamos cómo somos sin necesidad de complacer a nadie, nos sentimos verdaderamente libres y en calma.
Somos las únicas responsables de nuestra realidad. Las primeras que debemos querernos. Si no lo hacemos nosotros, nadie. //