Tres horas diarias solo en Instagram. La semana antepasada recién pude darme cuenta del nivel del problema. No sé cómo ni qué apreté pero de pronto lo vi: Instagram me decía que había pasado más de tres horas diarias en esa red social. Un exceso que no tiene justificación, porque si a esas tres horas le sumo las que paso en Facebook o en WhatsApp, no quiero ni imaginarlo ni contarlas.
Gracias a esta certeza (literalmente desperdicio mi tiempo en lo virtual), he intentado estar más consciente cada vez de que mi cerebro –en busca de dopamina virtual– me impulsa a coger el aparato telefónico. La lucha ha sido ardua y ni siquiera suficiente. Pasé de tres horas a dos en una semana y aún lo considero trágico. De acuerdo con la ciencia, el tiempo que debemos dedicarle a las redes sociales no debe exceder los 30 minutos. Tal cual lo leen: media hora nada más. Bajo este estándar, estoy jaladísima.
Sé que suena inviable, y de hecho ponerlo en práctica cuesta, pero si tomamos en cuenta que ahora nos la pasamos editando nuestra vida, comparándonos a diestra y siniestra con el mundo entero (antes las revistas solo nos mostraban a las celebridades y modelos; ahora el mundo es ancho y ya no ajeno), y procastinando o perdiendo tiempo y energía en las pantallas; debemos tomarnos el tema con justa seriedad. Nos estamos perdiendo.
De hecho, los gadgets tecnológicos modifican la estructura química de nuestro cerebro como si literalmente se tratara de una droga. Solo que es una que no se ingiere. Nos producen un desbalance químico que genera ansiedad, irritabilidad y una compulsión por querer estar conectados. ¿Alguno se siente identificado?
Justo hoy, día en que escribo la columna, esperaba en la recepción de una oficina a que me atendieran. Éramos cinco en esa sala de espera. Todos miraban compulsivamente su celular. Yo no. Me rehusaba: me he comprometido con la causa personal de no coger el teléfono cada vez que tenga que esperar algo, porque el celular funciona también así: para rellenar los vacíos de tiempo y espacio.
Pero, contrariamente a lo que queremos, lo que nos genera el uso descontrolado y compulsivo de las redes es ansiedad y depresión.
Tomen nota, padres del mundo: Instagram y Snapchat son las redes sociales más peligrosas para nuestros hijos por el gran impacto en su salud emocional. Generan insomnio, ansiedad, depresión. A esta conclusión llegó este año la Real Sociedad Británica de Salud Pública (RSPH) luego de una investigación con 1.479 británicos entre los 14 y los 24 años.
Por eso hay que saber qué fuente visitar, buscar lo que nos inspire, motive, nutra. No al revés. Y si queremos ser aún más radicales, debemos sí o sí disminuir nuestro consumo de redes al máximo: hacerlo paulatinamente empezando por una hora hasta alcanzar el tiempo mínimo indispensable. No se los diría o invitaría a probarlo, si no supiera que es bueno (yo misma estoy en la lucha).
Hace poco un estudio publicado en el Journal of Social and Clinical Psychology reveló que si reducimos el consumo de redes sociales, estaremos más conectados con el presente, con una gran conciencia, más felices y más capaces de enfrentar el día a día. Inténtenlo.
Aprovechemos que llega el verano para conectarnos, sí, conectarnos de verdad. Pisen la tierra firme, caminen por la arena, báñense todo lo que puedan en el mar y –protección mediante– sientan el sol en la cara. Ese es el tipo de conexión que estamos perdiendo y que más necesitamos. Aprovechemos una de las estaciones más lindas del año (llena de luz y colores) para no tener excusas y soltar el celular. //