Hace unos días, con el libro Dos soledades: un diálogo sobre la novela en América Latina, Penguin Random House puso nuevamente en circulación el texto de la histórica conversación que Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa sostuvieron en Lima, en 1967. En un pasaje del diálogo, haciendo referencia al lugar donde se desarrolla su novela La mala hora, el Nobel colombiano señala: “Yo trato de mostrar cómo quedó ese pueblo cuando ya pasó la violencia, y cómo no hay solución para esa violencia con los sistemas que se aplican, sino que esa violencia continuará y en cualquier momento habrá un detonante que la desatará otra vez”.
Ese pueblo ficcional –antecedente de Macondo–, donde fracasa todo intento de los habitantes por erradicar la violencia, es una síntesis de Latinoamérica. Basta con mirar lo que está ocurriendo hoy mismo en Colombia o El Salvador, y lo que pasó hace no mucho en Ecuador, Bolivia, Venezuela o Argentina.
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El caso peruano es tristemente paradigmático, pues llevamos treinta años consintiendo la violencia, incitándola sin que nadie se escandalice demasiado. En septiembre de 1992, con la captura de Abimael Guzmán, se decretó el fin oficial de la guerra interna que los terroristas de Sendero Luminoso habían iniciado una década atrás. La derrota militar de la banda criminal fue inobjetable y se tradujo en un inmediato cese al fuego. Sin embargo, el caldo de cultivo que originó el levantamiento senderista –desigualdad, abandono estatal, exclusión social– se mantuvo inalterable. Se acabaron los secuestros y atentados, pero no hubo la tan cacareada “pacificación”. Se quitó la pus sin curar la infección. Mataron al perro, pero no se acabó la rabia.
La prosperidad económica de los años siguientes no aplacó el descontento de los sectores deprimidos. Sí, disminuyó el nivel de pobreza, pero las oportunidades de empleo y acceso a servicios públicos jamás se emparejaron hacia arriba. Muchas familias, pese a obtener mayores ingresos, continuaron siendo pobres al vivir sin título de propiedad, sin agua potable, sin electricidad garantizada, sin un sistema decente de educación y salud a su alcance. Esa ha sido la constante de los últimos años en demasiados rincones del país: crecimiento sin desarrollo, mejoría sin bonanza.
El apunte de García Márquez en 1967 mantiene penosa vigencia: en nuestros países la violencia no desaparece, solo duerme esperando el siguiente detonante. En el Perú, ese detonante son las elecciones presidenciales. Cada cinco años la brasa vuelve a arder: las brechas se hacen nuevamente visibles y lo que parecía ser un territorio común de pronto se revela como lo que ya sabíamos que era: una endeble red de regiones mal agrupadas.
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“Lo que parece fantástico en América Latina está extraído de la más miserable realidad cotidiana”, afirma el autor de Cien años de soledad en otro momento de su conversación con Vargas Llosa. La desmesura, dice, es habitual. Quizá eso explique la pasmosa naturalidad con que por estos días convivimos con acontecimientos que parecen salidos de una imaginación desbordante y perversa. Pienso en ese señor fascista con apodo de cerdo animado que grita “muerte” en una plaza pública. Pienso en esta final electoral disputada por dos partidos fundados por delincuentes: uno sentenciado por corrupción; otro, por crímenes de lesa humanidad.
Pienso en esos paneles luminosos que brotaron por calles y avenidas anunciando con pavor el apocalipsis comunista. Pienso en el postulante improvisado que plantea debatir propuestas frente a una cárcel de mujeres, luego tiene la ridícula ocurrencia de reclamar la presencia de los padres de su adversaria para finalmente dar marcha atrás en su desafortunada iniciativa. Pienso en los mensajes de voz de WhatsApp donde gente desesperada asegura tener listas las maletas para mudarse al extranjero el 29 de julio si sale elegido el candidato de la izquierda. Pienso en portadas de diarios con titulares que algún día serán diseccionados en las facultades de periodismo, como aquel donde se lee: “Castillo dijo 44 veces la palabra ‘pueblo’ en un solo discurso”. Y pienso que, tal como pasó con el terruño de esa novela de García Márquez, a nosotros también nos ha llegado la mala hora, la hora de la desgracia: cuando las lluvias no cesan nunca y la vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir. //
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