Una noticia consiguió lo que las bajas temperaturas europeas no pudieron: escarapelarme el cuerpo. Eran las 5:30 a.m. en París y el Gobierno peruano anunciaba la suspensión de vuelos provenientes de Europa y Asia en un intento por frenar el contagio de coronavirus. Mientras esta medida era respaldada por usuarios en redes sociales, el miedo ya había tomado control de mí. Pronto, empezó el bombardeo de mensajes por parte de mis allegados. “Vane, Perú ha cerrado fronteras”, “Mira esto [link de la noticia]. ¿Qué vas a hacer?”, “Por favor, coge el próximo vuelo y regresa”. El panorama era gris. No sabía desde cuándo era efectiva la norma ni por cuántos días. “Tal vez no pueda volver a casa”, le escribí a mi mamá. Esa madrugada, solo quería despertar de esa pesadilla.
El viernes 13 era mi último día en la capital francesa (al día siguiente volaba a Madrid y, diez horas después, a Lima). El itinerario incluía al museo de Louvre, el Arco del Triunfo, la Torre Eiffel, los Jardines de Luxemburgo y un paseo nocturno por Notre Dame. La sinergia entre los cálidos rayos solares y la fría brisa invitaban a explorar la apodada ciudad del amor. Mi mirada estaba entre sus imponentes, pero poco transitadas calles y la pantalla de mi celular. “Vane, la medida será efectiva desde lunes. Disfruta de París”, fue un mensaje que me llegó cuando estaba por mostrar el ticket para ingresar al museo nacional de Francia.
Pude apreciar (ya más tranquila) las obras que se exponen en el recinto que, a inicios de mes, había cerrado sus puertas a pedido de los trabajadores por temor a contagiarse del COVID-19. El número de visitantes, teniendo en cuenta que es temporada baja, era por debajo del promedio en comparación a otros años. A muestra un botón: esperamos poco menos de 10 minutos para ver de cerca a ‘La Gioconda’, de Leonardo da Vinci. Los espectadores del cuadro ‘La Libertad guiando al pueblo’, de Eugéne Declaroix, eran menos de 20 personas. A mediodía, hubo un ligero incremento de asistentes. “Hay que aprovechar que somos de los últimos grupos”, le decía una turista inglesa a su acompañante. El ministro de Cultura, Franck Riester (que dio positivo al coronavirus) había ordenado -horas antes- cerrar el museo desde las 6 p.m. (hora de Francia) de ese día, misma medida para la Torre Eiffel y el Palacio de Versalles, hasta nuevo aviso.
En el almuerzo, la pareja andaluza de la mesa de al lado hablaba de un posible cierre de fronteras en España. “Que si no nos dejan subir al avión, cogemos un tren o un bus y ya está”, decían en voz alta. Abrí la app de Twitter y el diario El País transmitía en vivo la comparecencia del presidente Pedro Sánchez al Congreso para decretar estado de alarma en todo España, que supera los nueve mil infectados y 340 muertos por coronavirus, según cifras recientes del Ministerio de Sanidad. Los ciudadanos tenían circulación restringida, pero en ningún momento se hacía referencia a aeropuertos ni terminales terrestres. Había ganado una batalla, pero todo podía cambiar en las próximas horas. Pedí la cuenta y salí para intentar seguir el itinerario.
***
Desde julio del año pasado planifiqué un viaje por poco más de dos semanas al viejo continente. Elegí fines de febrero porque quería celebrar mi cumpleaños 25 (el 2 de marzo) de forma diferente y en ciudades que, ya sea por películas, series o libros, quería conocer. El momento, en ese entonces, parecía apropiado. Para las últimas semanas de noviembre ya tenía los pasajes aéreos, el número de días a visitar en cada ciudad, y la mitad de hoteles reservados en Booking. Un mes después, llegaron los primeros reportes desde la ciudad de Wuhan (China) sobre un nuevo virus. En enero, la ‘nueva neumonía’ ya sumaba los 381 contagiados y empezaba a cobrar víctimas mortales.
Se acercaba la fecha de viaje y, si bien llegaban noticias de infectados por coronavirus en algunas zonas de Europa, ni las aerolíneas ni los hospedajes hablaban de libre cancelación o postergación de fechas. Los mensajes de mi entorno cercano pasaron de “Europa es fenomenal. La vas a pasar increíble” a “Por favor, anda a todos lados con mascarilla”. En un intento por tranquilizar a mis padres -y de paso a mí-, conversé con amigos que residen en Europa para conocer, de primera mano, la situación en torno al virus. Tras varios intercambios de mensajes, decidí viajar.
Confirmé sus comentarios en cada ciudad que visité: los ciudadanos hacían su vida como siempre, en las calles no se andaba con mascarillas y las atracciones turísticas tenían afluencia de personas (para ser temporada baja). La segunda semana de mi viaje, sin embargo, la situación cambió. El coronavirus se había propagado en, al menos, 120 países y amenazaba el sistema de salud de las naciones en vías de desarrollo. La preocupación de mi familia y amigos aumentaba. “No me estoy exponiendo. Hasta ahora, sin síntomas”, les decía en un intento por tranquilizarlos. Tomaba fotos o grababa videos de las calles para demostrarles que, por ejemplo, en Viena, Praga, Berín o Ámsterdam, la situación estaba bajo control. Funcionó, hasta que el 11 de marzo, la Organización Mundial de la Salud clasificó a COVID-19 como pandemia. “En tres días estaré de vuelta”, era mi nuevo mensaje de calma.
***
Sábado 14 de marzo. Van a ser las 3 p.m. y el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas luce irreconocible: locales de comida cerrados, personal del terminal aéreo y pasajeros con mascarillas (blancas, azules, verdes y negras) y decenas de personas buscando -desesperados- vuelos para regresar a casa.
Mi vuelo estaba programado para el 15 de marzo a las 00:40 a.m. En conversación telefónica con la aerolínea, me comentaron la opción de adelantar el retorno en caso haya cupos, que esa información me la brindarían en el mismo aeropuerto. Al igual que los otros viajeros, esperé mi turno. Cuando llegué a la plataforma, me dijeron que todos los vuelos estaban llenos.
-¿El vuelo está confirmado?
Sí, el avión está aquí. El check in inicia a las 4:30 p.m.
-No hay forma que el viaje se cancele, ¿cierto?
No. Tenemos la orden de que salga el avión. No se preocupe. Que tenga un buen día. El siguiente…
Lo primero que hago es llamar a mi mamá para contarle que el vuelo estaba confirmado. Que no iba a salir del aeropuerto porque el estado de alarma estaba en vigencia y quien transitara por las calles madrileñas debía tener un motivo de fuerza mayor. Que estaba usando mascarilla, guantes y no tenía síntomas del coronavirus.
Al llegar a Lima, personal del Ministerio de Salud nos tomó la temperatura. Fueron bastante enfáticos con el aislamiento por 14 días y, si en ese periodo presentaba síntomas, debía llamar al 113 para una atención a domicilio. Debo estar a -mínimo- dos metros de distancia de mis padres (a quienes no pude ni abrazar cuando llegué), sin poder acariciar a mi perro y si salgo a una habitación común (como la sala, comedor o cocina), debo hacerlo usando mascarilla y guantes. Hoy estoy en casa aunque no se siente como tal. //
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