Eduardo tocó la vida de muchas personas, positivamente. Desde su cómodo sillón en la sala de su departamento miraflorino, exquisitamente decorado con obras de arte y con orquídeas perfectamente cuidadas, mirando al Océano Pacífico, sostuvimos charlas profundas, regadas por lágrimas así como salpicadas por risas. La alarma de su celular nos avisaba con tiranía que el tiempo se terminaba. A la tercera alarma no me quedaba sino salir y seguir hablando hasta llegar al ascensor donde Eduardo me despedía todos los lunes desde hace muchos años.
Eduardo era un hombre culto e inteligente. Hincha acérrimo de la U. Era economista y sociólogo. Pasó por el Seminario de Santo Toribio donde estudió filosofía y teología y se ordenó como sacerdote católico pese a provenir de una familia judía que llegó al Perú desde Rusia, escapando de la Segunda Guerra Mundial. Su móvil siempre fue ayudar a los demás. Desde su labor sacerdotal, visitaba cárceles y a personas de pobreza extrema y desde su profunda creencia religiosa, aplicada de manera pragmática, no enseñaba a rezar sino enseñaba oficios. Comprometía a sus amigos a dar talleres de carpintería, gasfitería, electricidad, entre otros, buscando siempre generar herramientas de subsistencia que permitiera a la gente salir adelante por sí misma.
Eduardo dejó la iglesia, pero no su amor por el prójimo. Empezó a trabajar con grupos de personas con adicciones, a ayudarlos a superarlas. De hecho, creó una metodología de terapia para adictos por la cual lo llamaban de Alemania y España a dar conferencias.
Fue un gran consejero, con una empatía que pocos tienen. No tengo la certeza de cómo empezó a extender su labor de consejería a personas como yo. Pero si sé que no tenía necesidades económicas y lo que recibía por sus terapias era utilizado por Eduardo para alimentar a personas de la tercera edad y niños en estado de abandono. A quienes no pudieran pagarle no les cobraba, a él le interesaba que los demás fuéramos felices.
Tocó la vida de muchos y creó fuertes vínculos con cada uno. A través de muchas semblanzas recibidas de otros que, como yo, pasaron por su diván, puedo ver el impacto que generó en tantos: acompañar a uno en su periodo de divorcio, a otro a aceptar su homosexualidad y ser feliz, a otras personas a quererse a sí mismas y no importarles el qué dirán, a una pareja de divorciados a iniciar una nueva familia y escapar del estereotipo de familia disfuncional, a enfrentar el suicidio de un ser querido, a recomponer un camino profesional, a lidiar con los problemas propios de la adolescencia. En general, acompañaba a enfrentar momentos difíciles en la vida, a ver con claridad y tomar decisiones acertadas. Sus consejos eran sabios, claros, directos, no daba vueltas, decía las cosas con todas sus palabras y sus predicciones siempre se cumplían. Estaba pendiente de los estados de ánimo en el Facebook. Un paciente de Eduardo que sufrió una hemiplejía me contó cómo siempre le llegaba un mensaje oportuno de Eduardo, con algo que leer, con algo con qué animarse, con algo con qué reír. No importaba la edad, el vínculo se generaba de manera inmediata. Tenía consejos frecuentes, nos mandaba a caminar a diario y a respirar bien para afrontar el día de mejor manera. Nos decía que si habíamos amanecido caídos y sin ánimos nos vistiéramos de colores. La importancia de comer sano y hacer una dieta líquida détox una vez al mes, como el viajar era importante para abrir la mente. Nos decía: “Disfruta el hoy y no pienses tanto en el mañana, nadie sabe que puede pasar mañana, ¿y para que sirvió tanta planificación?”. Sus sonoras carcajadas aún retumban en mi cabeza, así como su cariñoso canto de “Apio verde to you” que me envió en febrero en el día de mi cumpleaños.
Eduardo viajó a Europa para ayudar. Una persona muy querida por él había muerto hacía algunos meses, él fue nombrado su albacea. Fue a cumplir con el encargo. Pasó por Madrid a saludar a una pareja de amigos, que él quería mucho y que visitaba en cada ocasión en que iba a Europa. Una semana puede parecer muy poco, pero en tiempos de coronavirus, los hechos se sucedieron con gran rapidez. De seguro la información que manejó al partir no era del nivel de alarma de cuando él regresó. O simplemente el llamado del deber primó sobre su propia vida. Él pertenecía al segmento de personas vulnerables: era hipertenso, tenía problemas cardiacos crónicos y deficiencia respiratoria. Le había sido extirpado un pulmón. Llegó a Lima y se quedó solo en su departamento. El domingo nos escribió a todos sus pacientes avisándonos que no nos atendería porque se mantendría en cuarentena. Y se fue en un suspiro, rápidamente.
Eduardo no ha muerto, porque solo muere aquel al que se le olvida. A él lo tendremos siempre presente en nuestros recuerdos y a través de sus lecciones.
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