El Perú -no Lima, no algunos departamentos; el país entero- es una tierra bendecida por las bondades del pollo a la brasa y el arroz chaufa (se pueden probar combinados en una creación cariñosamente bautizada como ‘monstruito’, pero esa es otra historia). Ambos platos, tan arraigados a nuestro adn, a nuestra peruanidad en su versión más cotidiana, conforman también una curiosa contradicción: las gallinas llegaron con los españoles y del chaufa no existiría ni el nombre si no hubiese sido por la inmigración china. En el Perú adoptamos insumos y recetas, los hicimos únicos, y les sacamos el máximo provecho. Esta es una historia que se ha repetido una y otra vez a lo largo de nuestra historia, y poco o nada ha logrado escapar. La hamburguesa es exactamente esa clase de bocado.
La primera franquicia estadounidense que llegó al Perú fue Kentucky Fried Chicken, a mediados de la década del ochenta. Tenía sentido por lo antes mencionado. El boom de las cadenas de hamburguesas no tardaría: se produjo durante los noventa y catapultó el producto a niveles antes inexplorados. Mucho tuvo que ver en el camino que en 1988 abriera en Miraflores un proyecto concebido por dos jóvenes empresarios con olfato para el fast food con sello local: Bembos. La hamburguesa se fue consolidando y posicionando en el mercado y ocurrió lo inevitable: se hizo masiva. Hacía tiempo, sin embargo, que ya formaba parte no solo del imaginario colectivo (consecuencia de la influencia de la cultura pop estadounidense, referente para varias generaciones a través de películas y series), sino también de las cartas de algunos restaurantes limeños. Especialmente en aquellos concebidos al estilo ‘deli’ norteamericano, como el emblemático Tip Top o el Davory. Mención aparte merece el Bon Beef, punto de referencia para las hamburguesas durante la década del ochenta (y que hace ya algunos años volvió con fuerza). Incluso se preparaba -y se prepara- en el menú semanal de algunas casas, con generosa cuota de cebollita y el corte de carne que mejor se acomoda al bolsillo de la familia. Acompañada de arroz y puré de papas, esa versión de hamburguesa casera es insuperable. No será la mejor, pero es perfecta.
Hubo un momento, sin embargo, en el que le agarramos odio. Temor, incluso. Motivos no faltan: a nadie debería ocurrírsele comer una hamburguesa diaria, sobre todo si se acompaña de papas fritas (siempre se acompaña de papas fritas) o desconocemos cuáles son los ingredientes exactos que entran en su elaboración. Este es un antojo, un regalito que nos damos de vez en cuando y que, en tanto incluyamos carne en la dieta -haremos la salvedad para confirmar que las versiones hechas con quinua, lentejas y garbanzos mal no están- puede brindarnos satisfacciones que van más allá de lo evidente. Desde compartir con los amigos un partido de fútbol, hasta alimentar una melancólica necesidad de sentirnos cobijados en los sabores de la infancia, o curar una resaca seria. La hamburguesa posee poderes mágicos cuando está bien hecha. Solo hay que ponerla a prueba.
Todo es hamburgueseable. Aquel es el logo de la cadena Papacho’s y en realidad no se equivocan. Los peruanos le pusimos ají, rocoto, salchicha Huachana, plátano frito y otra larga lista de acompañamientos que -combinados en las proporciones ideales- solo la hacen más deseable, más nuestra. La hamburguesa es un concepto, y como tal puede amoldarse a la creatividad de cada cocinero: la encontramos hecha mini-sanguchitos (o sliders) en incontables barras de la ciudad; servida sobre camas de arroz chaufa o salchipapas; acompañada de mermelada de tocino, como en Osso; o bañada en una salsa (o gravy) que moja desde el pan hasta la carne, y que debe comerse con guantes, como ocurre en el restaurante Síbaris.
Hay algunas reglas de oro, eso sí, que hay que seguir para tener un resultado óptimo. La primera de ellas es que la molienda de carne sea fresca y se haga con asado de tira, conservando el porcentaje suficiente de grasa para garantizar que esté jugosa. La segunda es que el pan sostenga el peso. Es decir, que la tapa de abajo sea lo suficientemente estable como para sostener el bocado con las dos manos y que no se moje ni se rompa. La tercera es utilizar una plancha o sartén que ayude a sellar el exterior pero conserve los jugos en el interior. No queremos que nuestra hamburguesa esté seca, ni se rompa a pedacitos como un relleno de carne molida. Añadir lechuga, tomate, queso (se pueden usar casi todos pero la receta clásica manda que sea el cheddar) y tocino (nunca es suficiente) completa la fórmula. El resto ya es cuestión de cada uno.
Feliz día, querida hamburguesa. Gracias por todo y perdón si alguna vez te probamos con tenedor y cuchillo.
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