Nora Sugobono

En el amor, no todo es cosa del destino. No cuando el primer encuentro se produce en la pantalla de un celular. Hay que tener suerte, sí, pero también buen filtro para reconocer a aquellas personas que son compatibles con uno. Se requiere de tiempo, esfuerzo y –sin duda– mucha paciencia. ¿No te fue bien en una cita? Descuida: al menos te quedará una buena historia.

Aquí, ocho confesiones de una app.

Abril, 28 años

Hice match con un chico por Tinder. Guapo, pinta de surfer. Solo tenía tres fotos y cuando lo busqué en Facebook encontré las mismas imágenes. Al conversar por Tinder me pareció que pensaba distinto del resto, así que quedamos en vernos en la Feria del Libro para una cita. En el lugar y la hora pactada, un hombre bastante mayor (y unos 20 centímetros más pequeño que yo) se me acercó y me sonrió con colmillos afilados. Llevaba un abrigo que usaba con el cuello para arriba, lo cual me asustó un poco. “Me agarró Nosferatu”, pensé. Nos fuimos a tomar un café, tan solo para conversar. Resultó ser una de las peores citas de mi vida. El hombre hablaba muy alto y mencionaba cosas como su ‘clase social’ o que solía manejar dos BMW. Era un sujeto totalmente diferente del que había visto en las fotos. Yo, inexperta, no sabía que en tres fotos se pueden esconder los dientes, la estatura, el peso y la edad. En el Perú se da, además, otro fenómeno: algunas personas se ‘blanquean’ con filtros. ¿No es acaso mejor mostrarnos tal y como somos?

Manuel, 32 años

Salí con una chica que conocí en Bumble. Nos quedamos hablando en mi sala por horas. Nos besamos y pasaron más cosas. Chateamos un par de días más como para repetirla, pero quedó ahí. A los pocos días me escribió de la nada: “Acabo de pasar por tu casa y te vi por la ventana. Deberías cerrar tu cortina”. Automáticamente pensé en la serie You. Me asusté y cortamos toda comunicación. La última vez que me escribió, me dijo: “No te escribiré más porque creo que no quieres conocerme”. No era eso, estaba honestamente ‘palteado’. No contesté más.

Javier, 38 años

Conocí a una chica por Tinder, guapísima. Conversamos varias veces por varios días. En medio de una conversación sobre los cuerpos y los estereotipos, me contó que era una mujer trans. Yo soy heterosexual y no tendría ningún problema en estar con una mujer trans, en tanto esté operada (a estas alturas de mi vida, estoy seguro de que el único pene que quiero ver es el mío). Le pregunté con genuina curiosidad si se puede saber a simple vista si una persona trans es operada (no solo los senos, sino también por los genitales en este caso). Ella me contestó supercoqueta: “Descúbrelo por ti mismo”. Tuve que rechazar su oferta porque no entendí si era obvio que sí, o cabía la posibilidad de que no fuese así. Preferí evitar situaciones o reacciones desafortunadas para ambos. Le agradecí y me despedí.

Lorena, 39 años

Me pasó una cosa rara con un chico de nombre extranjero. Hicimos match y de frente me habló en inglés. Mientras nos escribíamos, él usaba palabras propias del inglés británico, así que asumí que sería de allá. La primera y única vez que salimos a comer confirmé –o creí confirmar– que mi teoría era correcta, ya que tenía todo el tipo gringo. Cuando nos trajeron la carta, el chico en cuestión hizo su pedido en perfecto español y con acento peruano. ¿Había sido peruano todo ese tiempo? Fue una situación muy confusa: a mí me seguía hablando en inglés. Llegué a la conclusión de que estaba en una especie de juego de roles y que le gustaba hablar conmigo, o con sus citas, en otro idioma. Jamás conseguí que dijera una palabra en español, pero sí lo busqué en Facebook: resultó ser peruanazo. Tiempo después lo vi en un programa de televisión donde la gente se reconciliaba. Le pedía perdón a una ex novia, quien optó por no verlo más. Creo que la entiendo.

Nicole, 30 años

Tuve dos citas por Tinder. Ninguna pasó de un primer encuentro. Me había inscrito en el app alentada por amigas, casi a manera de reto. Los dos chicos con los que hice match tenían cercanía con gente que conozco (u

no era hermano de una colega; el otro, primo de una amiga) y eso me daba confianza. ‘Es una garantía que haya gente en común’, me decían siempre. El primero era un economista con quien salí a tomar un café y cuya conversación parecía, literalmente, una entrevista de trabajo. ‘Cuéntame los sitios donde has estado, en qué puestos y cómo te ves de aquí a tres años’. Solo le faltó preguntarme cuál era mi expectativa salarial. El segundo personaje era un ex sodálite que había querido ser cura. Llegó al bar donde nos citamos con un amigo. Ese día borré el app de mi celular.

Milagros, 33 años

Era alemán, guapillo, de estilo hippie. Hicimos match y comenzamos a conversar. Me hablaba con muchos emoticones y eso me pareció dulce. Le di mi número, intercambiamos canciones y nos dimos cuenta de que teníamos muchos gustos en común. A los dos días me invitó a salir. Cuando lo vi, constaté que las fotos eran iguales a la realidad. Hasta ese momento, todo era puros checks. Las conversaciones se volvieron cada vez más frecuentes e intensas. Proponía hacer mil planes conmigo, me llamaba babe (‘bebé’) y quedamos en salir nuevamente, esta vez para ayudarlo a mover y transportar unos paquetes. Fue una situación algo rara. Luego lo acompañé a que le hagan un tatuaje (o, más bien, lo llevé en mi auto de Miraflores a La Molina). Ocurre que nunca tenía efectivo y siempre tenía que recogerlo yo. Finalmente, propuso cocinarme un risotto. Fuimos a comprar los ingredientes –que yo pagué–, incluido un bloque de queso parmesano bastante caro. La cena estuvo bien; no puedo decir lo mismo sobre el sexo posterior. Al día siguiente abrí mi refrigeradora y me di con una sorpresa: el alemán se había llevado el parmesano. En vez de llorar, me reí a carcajadas. Hay niveles de mezquindad, pero robar el queso de la cocina de una mujer con la que has dormido es otro nivel.

Carlos, 35 años

Tuve química inmediata con una chica de Tinder. Conversamos un día entero, súper buena gente. Me dio su celular para que hablemos por WhatsApp. Yo estaba emocionado, era superlinda. Le hablé por chat y le pregunté si podíamos ir por una cervezas. “Sí, mi amor”, me contestó. “Wow, esto va bien”, pensé. A los pocos minutos me mandó la lista de precios de sus servicios por una hora, media hora y tríos. Le dije con mucho respeto que no entendía de qué se trataba, aunque estaba muy claro. “Soy escort, amor, ¿qué pensabas?”. Yo pensé que éramos match; no cliente y proveedor, me dije a mí mismo, con el corazón un poco roto.

Zaida, 36 años

Las cosas fluyeron con un australiano que estaba en Lima de vacaciones con un grupo grande. Yo no entendía bien algunas de las palabras que usaba (¿sería el acento?). Cuando me contó a qué se dedicaba y sus pasatiempos, tuve que aprovechar una visita al baño –estábamos a punto de tener sexo– para googlearlo. Trabajaba como herrero y su afición eran los saltos al vacío. Se le había hecho costumbre, además, hacerse un tatuaje para recordar cada lugar donde realizaba su pasatiempo. Verlo desnudo fue impactante. Tenía tal montaña en el pecho, tal catarata en la pierna, y así. Parecía la escena de una película. Superé mi shock inicial –era bastante guapo– y terminamos poniendo en práctica otra clase de saltos. A veces hay que estar abiertos a vivir la experiencia y punto. Aún lo tengo en Facebook.


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