Gerardo Cabrera

Es sábado y está nevando. Trato de dormir a más de 4,900 metros de altitud dentro de una carpa pequeña. Son las 8 de la noche del 16 de octubre de 2021. Cuando duermo por unos minutos tengo alucinaciones sobre cosas blancas y muchos rostros; mi guía, Eloy Salazar, dice que es producto de la altura. Pero hay una cosa cierta: en pocas horas estaré en lo alto del Vallunaraju, a los 5,686 metros de su cumbre norte. Es una de las montañas más conocidas en la Cordillera Blanca del Perú. Solo necesito concentración. Soy parte de una expedición peligrosa, invernal, pues las nevadas o lluvias con rayos, relámpagos y truenos pueden aparecer en cualquier momento, y el mal de altura -o soroche- también. Tengo mucho miedo. Esta es mi historia.

El jueves 7 de octubre llegué en bus a Huaraz, capital de Áncash, desde Lima. En algún momento de la noche, la céntrica Av. Mariscal Toribio de Luzuriaga de esta ciudad, situada a más de 3 mil metros de altitud, es un torbellino de comida y luces de tiendas, equipamientos de alpinistas, vendedoras de ropa de lana, ofertas de tours a las lagunas, niños dibujando con tizas en las veredas y decenas de personas paseando felices de la vida. Todo es una colorida fusión económica. Muchos andan con sus chullos de colores, tomando pastillas para el soroche.

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Cinco meses antes, el 1 de mayo, coroné los 5,150 metros de altura de la cumbre del nevado Mateo, muy popular en la actualidad. Aquella vez fue mi primer “cincomil”, y lo hice con Eloy y Octavio Salazar, dos hermanos que viven del alpinismo y las expediciones para principiantes y expertos. Ellos pertenecen a Asociación de Guías de Montaña del Perú (AGMP) y a la Unión Internacional de Asociaciones de Guías de Montaña (UIAGM).

Días después de coronar el Mateo, enfermé por COVID-19 y, lógicamente, estaba agotado y con las defensas bajas. Agarré un resfrío y fiebres esporádicas, pero mis pulmones no sufrieron mayor riesgo, no obstante, mis días en cama sirvieron para reflexionar y prepararme mentalmente en mi nueva aventura: el Vallunaraju, que tiene 530 metros más que el Mateo. Cuento esto porque, si alguno lee esta crónica y se anima, su preparación para hacer alpinismo debe consistir en buena alimentación, buen descanso, constante ejercicio y mucha fuerza de voluntad. No se juega con la montaña, ni con la vida.

El 8 de octubre, nueve días antes de mi ascensión al Vallunaraju, empecé mi proceso de aclimatación. En Huaraz hay diversas opciones para hacerlo. Por ejemplo, puedes alquilar bicicleta desde 35 soles el día para pedalear hasta lugares como Unchus, con vistas hermosas de la ciudad, y la entrada a la laguna Churup, o caminar-trotar hasta los miradores Rataquenua o Puka-ventana. Este último se sitúa a unos 3500 metros de altitud. La idea es transpirar, mover el cuerpo, respirar profundo y comer saludable.

“¿Qué motiva al ser humano escalar montañas y coronar sus cumbres, sabiendo el riesgo de morir? No lo sé”: esto apunté en mi libreta. A medida que pasaban los días me sentía mejor, fuerte, decidido a escalar el “Valluna”, como le llaman al Vallunaraju, un nevado que desde Huaraz se ve como una blanca y diminuta silla de montar dentro de la Cordillera Blanca de Perú. También le dicen “La montaña de los sueños”.

Empezaba a dormir, como máximo a las 11:30 de la noche, y despertaba a las 8 de la mañana. Las madrugadas pueden ser pesadas a los tres mil metros de Huaraz, pero poco a poco el cuerpo asimila la presión y lo demás fluye. Durante el día, después de entrenar, leía mucho sobre la Cordillera de los Andes y sus nevados, e investigaba sobre el Vallunaraju. Para lograr su cumbre hay que pasar puntos estratégicos.

El primero es un campo base junto a la quebrada y laguna Llaca, pasando los 4,200 metros de altitud. Llegamos hasta allí en auto el 16 de octubre antes del mediodía, por una carretera maltrecha desde Huaraz, después de pagar el derecho de entrada al Parque Nacional Huascarán en una garita de control: 30 soles o unos 8 dólares. Mientras alistamos piolet, bolsas de dormir, alimentos, botas, ropa y demás equipos de montaña, las vistas son espectaculares: los nevados Ranrapalca y Ocshapalca, y el glaciar Llaca, se descubren imponentes, blanquísimos.

Entonces, lista la expedición, se inicia el ascenso por un sendero ataviado por la paja ichu y piedras, arroyitos y deshielo. Es, para muchos, la prueba de fuego para hacer cumbre al Valluna, porque es una subida constante y ciertamente el aire falta, sobre todo si llevas un peso adicional de 10 a 12 kilos en la mochila. Es aquí donde entra en juego la concentración, la respiración profunda y pausada, además de un refrigero basado en plátanos, mandarinas, chocolates, panes con queso y mucha agua. Yo llevé hojas de coca para chacchar cada hora y obtener más fuerza, como los antiguos chasquis incas que recorrían el Tahuantinsuyo.

La travesía del Campo Base - 1 cerca de la quebrada y laguna Llaca hasta el Campo Base Morrena - 2 dura entre 3 a 4 horas. Se le conoce como “Morrena” porque acamparemos junto a la morrena del Valluna: una zona de enormes piedras que dan inicio al glaciar. Quizás, hace muchos años, estas rocas estaban cubiertas de nieve. En los últimos 50 años, el Perú en julio de 2020.

En el Campo Base Morrena - 2, que se ubica a unos 4,950 metros, se arman las carpas para cambiarnos, descansar y comer. La idea es reposar y recuperar fuerzas lo máximo posible para “atacar” cumbre desde la una de la madrugada. Las otras expediciones también se organizan en sus carpas y descansan. El sonido de las montañas nos invade, de pronto una fuerte nevada empieza. Los piolets deben estar fuera de las carpas. Es sábado. Pienso en mis amigos de Lima, a lo mejor están plácidamente tomando unas cervezas frente al mar, mientras yo estoy con la fatal convicción de hacer cumbre hasta los 5,686 metros de altitud para regresar sano y feliz… o morir en el intento.

La vida después de los 5 mil metros de altura está a merced del poder mental. Así lo analizo. Llevamos los trajes especiales para el frío, el piolet, lentes para el sol, guantes, comida, agua y el pulso cardiaco en la punta de la lengua. El peso debe ser el menor posible. De madrugada, la sábana del glaciar bajo la cumbre del Valluna es tan clara que se distinguen las estrellas, las rocas y la huella de luz que marcan las linternas encendidas de los expedicionarios delante de nosotros. Eloy es optimista: “¿Cómo vas? Bien, poco a poco”.

A lo largo del glaciar contemplamos el amanecer, caminando con la estrategia “un paso, un respiro”. Al norte diviso el Huascarán, limpiecito, el más grande y viejo guardián de los Andes peruanos. Al sur, veo el Huantsán, la tercera cumbre más alta del Perú. De repente ya se aprecia la cima del Valluna; si desde Huaraz lo veía diminuto, allí, a pocos metros, lo admiro inmenso con sus dos cumbres, cual cachos albos rodeados de nubes y expedicionarios que deben cruzar un collado y luchar con los últimos pasos pesados y fríos. La vida se reduce a una extenuación y felicidad combinadas, a la fotito, al video, a la respiración profunda…la cima del Valluna es nuestra por fin, valió la pena el entrenamiento y la aclimatación.

Sin embargo, debemos retornar al menos hasta el Campo Morrena. En pocas horas empezará la lluvia o la nevada, las nubes negras se mueven como si subieran desde Huaraz y tapan otros picos. Reposamos, tomamos agua. En el camino de vuelta nos percatamos de una enorme cueva bajo el glaciar, y junto a ella una laguna recién formada con enormes bloques de hielo. Eloy Salazar dice:

-Es por el deshielo.

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