(Foto: Maricé Castañeda)
(Foto: Maricé Castañeda)
Nora Sugobono

El primer año no suele ser una celebración que se recuerde, pero es posible que para Itala de Sanctis las cosas sean un poco distintas: su memoria gustativa sabrá cómo conservar lo que ocurrió la vez en que probó –a propósito de su cumpleaños número 1– un trozo de pavo. Lo saboreó, cerró sus ojitos y pidió un poco más. Luego, mientras chupaba el hueso de una pierna que su padre –el chef piurano Francesco de Sanctis– había limpiado de todo remanente, la pequeña confirmó que aquel era un sabor que le gustaría desde ese día en adelante. Hace bien: los peruanos somos hinchas del pavo aunque su consumo tenga poco o nada que ver con nuestras tradiciones más autóctonas. Servirlo en la mesa navideña, no obstante, es una costumbre consagrada desde las primeras décadas del siglo XX. ¿Por qué? Hay quienes dicen que tiene que ver con su tamaño: el generoso pavo es rendidor y alcanza, a veces, para dos o tres días. Algunos opinan que es una adaptación de la celebración estadounidense del Día de Acción de Gracias (que se festeja en noviembre). Para otros, al no tener un sabor fuerte, su carne es maleable a sazones y gustos diversos. Sea como fuera, hace rato que el pavo se ganó un lugar privilegiado en . Quien diga lo contrario, que intente quitarle el hueso a Itala.

AL HORNO
La primera gran fiesta que Marisa Guiulfo atendió –a finales de la década del 70– era para unas mil personas. La banquetera ya había trabajado en eventos importantes, pero este era diferente. “Yo todavía no hacía cosas tan grandes y, como no calculaba bien las cantidades, estaba aterrada de pensar que no alcanzaría la comida”, cuenta. Compró 15 pavos. “¿Dónde los iba a macerar? Pues en la tina de mi baño”. La fiesta fue, como era de esperarse, un éxito rotundo. Y no, no faltó comida.

El pavo que Marisa sirve en su mesa hoy es especial: se frota, primero, con sal y limón, y luego entra a la salmuera. Al día siguiente se saca y se inyecta con pisco y, justo antes de entrar al horno, se frota nuevamente con mantequilla y se rellena con una mezcla de cerdo y frutos secos. Su Navidad no siempre fue así. Guiulfo recuerda que, de niña, su madre solía servir chancho, asado, pejerrey y purés. “Y un arroz había, de todas maneras”, añade. La suya es una versión de celebración que no se aleja mucho de aquel recuerdo: cada 25 Marisa recibe a unas cien personas en su casa. El menú incluye entre dos y tres pavos. “Hay un ritual alrededor de la preparación, sea la que fuera que uno elija”, sostiene su hijo, el también cocinero Coque Ossio. “No es una comida que se puede hacer al momento. No si se va a hacer entero”, continúa. La que indica Ossio es la regla de oro en la cocción del ave: el trabajo la jornada anterior es clave. Remojar el pavo –siempre limpio de interiores– en agua con sal resulta casi obligatorio. Jamás se debe meter al horno todavía helado y, mucho menos, servir recién hecho. “Tiene que reposar al menos 40 minutos ni bien sale. A mí me gusta comerlo tibio”, dice Marisa. Tan personal como la mezcla de especias con las que se sazona es el tiempo que va al calor. El de Guiulfo se cocina a 300 °C, calculando 20 minutos por kilo. El de Héctor Solís, unas diez horas a fuego lentísimo: 80 °C. Quien tiene paciencia obtendrá lo que desea.

SABOR Y COLOR
Chiquitos, pero libres de hormonas o aditivos. “Los pavos criollos son más ‘escuálidos’”, explica Solís. “No son los que estamos acostumbrados a ver en Lima, porque son más pequeños. Y el tamaño se reduce todavía más después de que salen del horno”, sostiene el cocinero del restaurante Fiesta, natural de Lambayeque. “Aquí no son fáciles de conseguir, lamentablemente”, añade, eso sí. No muy lejos de Chiclayo, en Sullana, creció Francesco de Sanctis. En su casa también se cocinaba el pavo criollo cada 24 y 25 y se aprovechaba todo del ave para armar el menú: tanto es así que con los interiores (molleja, corazón y rabadilla picados finamente) se preparaba un arroz que acompañaba la carne. “Los criollos suelen pesar entre cuatro y seis kilos y tienen una alimentación de granja, de campo; comen muchos vegetales”, afirma Francesco. De Sanctis también se apoya en la salmuera para la preparación y no añade aderezo salvo sal, pimienta, un poco de vinagre y aceite vegetal. El de Solís sigue una línea parecida, con algunas pequeñas variantes: Héctor recubre la carne con un poco de ajo molido, sal gruesa, pimienta recién molida y un vinagre pre - parado por él mismo hecho con uva Italia. “Tiene su punto de sal y los jugos naturales. Las especias solo van a terminar de aromatizarlo”, afirma. Navidad a fuego lento.

TODAS LAS SALSAS
En casa de Vanessa Yong –nieta de don Félix, fundador del emblemático El Chinito– no habrá pavo ni chancho esta vez. Su abuela acaba de llamarla a decirle que servirá escabeche de pato. “Tiene algo de razón: comemos esto todo el tiempo”, bromea Vanessa. No está muy lejos de la verdad. Desde que su abuelo abriera en 1960 la famosa sanguchería en el cruce de los jirones Chancay y Zepita, en el centro de Lima, aquellos son los sabores que han formado parte del repertorio familiar casi a diario. “Mi abuelo siempre estaba atento a ver con qué podía improvisar”, cuenta Yong. “El pavo ha estado desde el inicio y su preparación ya era una forma de fusión cuando eso ni siquiera estaba de moda: se mezclaba mensi, sillao y ostión con pisco, por ejemplo”, indica. La misma receta de antaño se sigue conservando al día de hoy. El pavo se embadurna en la mezcla de especias y se deja reposar cuatro horas antes de entrar al horno. Este es un pavo hecho para sándwich, que debe quedar jugosito y sabroso. Para comer cualquier día del año o cada vez que uno quiera sentir que llegó la Navidad. //

Contenido sugerido

Contenido GEC