En la madrugada de un día de mayo, José Luis Barrón,‘Tony', un experimentado pescador de la bahía de Ancón, se hizo a la mar junto con Demetrio Martínez, un buzo al que llaman ‘Tiíto’ y que a sus 60 años tiene pulmones y coraje para sumergirse en el mar con una manguera en la boca que lo conecta a una compresora. Eran las 7 de la mañana cuando llegaron a un lugar llamado ‘Punta de los Mulatos’, donde el mar golpeaba fuertemente.
-¿Seguimos? –le preguntó ‘Tony’ a ‘Tiíto’.
-Sí, compadre, a lo que salga…
Continuaron a pesar del mar revuelto hasta que llegaron a La Huaca, una isla ubicada a más de una hora mar adentro desde el puerto de pescadores de Ancón. Allí, al fin pudieron encontrar un remanso que le permitió a Tííto sumergirse en busca de pulpo (Octopusmimus), especie de molusco muy apreciado por el arte culinario peruano.
Tíito se quiso acercar a un roquerío en busca de ejemplares de ‘cangrejo peludo’ (Romaleonsetosu). Se sumergió provisto de su gancho, de la manguera providencial que le permite estar varios minutos debajo del agua y su ‘capacho’, la red donde mete las capturas. Pero el mar estaba muy movido por lo que tuvieron que volver al muelle sólo con unos cuantos kilos de pulpo. Era uno de los pocos días de la semana que pudieron salir y consiguieron por lo menos algo.
Esta y otras situaciones marcan la vida de estos hombres de mar en medio del semi-encierro que aún rige en el Perú debido a la presencia del nuevo coronavirus. No sólo es el mar movido. Es también el riesgo de contagiarse, el dramático descenso del precio de los productos marinos que extraen y una propuesta de norma que podría disparar sus costos de pesca complicando aún más su economía.
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Otros mares encrespados
La marea de problemas que enfrentan los pescadores de este distrito ubicado a unos 38 kilómetros al norte de Lima es alta. Desde que se instaló la cuarentena en el Perú, el 15 de marzo pasado, los pescadores vivieron en la precariedad, cuando no en la escasez. Dado que la actividad pesquera para el consumo humano fue considerada ‘esencial’, la primera semana no tuvieron mayores problemas. Pero luego el municipio de Ancón empezó a cerrar el muelle de manera intermitente.
“El chofer de un camión frigorífico se contagió del coronavirus”, cuenta Héctor Samillán, más conocido como ‘Eco’, para comenzar a describir la red de episodios que envolvieron a esta comunidad. A partir de ese caso, el embarcadero desde donde los pescadores salen al mar se cerró unos días, después volvió a abrir, y así sucesivamente, hasta que la pesca se volvió difícil, poco rentable, contagiada de angustia.
Eco cuenta que, debido a la pandemia, tenían miedo de acudir al muelle y a esto se sumaron los malos pagos. “Nos querían pagar poco por nuestros productos —comenta—, casi como si nos estuvieran haciendo un favor”. El kilo de pulpo, por ejemplo, se vende normalmente a 20 soles (unos 5 dólares y medio). Pero, se comenzó a pagar hasta 8 soles con la advertencia de que era “si querían nomás”.
Hacia mediados de abril, la Asociación de Extractores de Mariscos y Pesca Submarina de Ancón (AEMAPSA), a la que pertenecen Eco y Tony, decidió paralizar su actividad para no caer en la trampa de la especulación. “Decidimos no aceptar los precios que nos ofrecían y tomar otras medidas”, apunta Eco. Buscaron entonces otra forma de comercializar sus productos, a regular sus salidas, a encontrar otras rutas en medio del laberinto de la cuarentena.
Una primera medida sanitaria fue ya no hacer el desconchado del caracol marino (Thaisellachocolata) en el muelle de Ancón, algo que las autoridades habían recomendado a fin de evitar los contagios. Para que la cadena de venta no parara, los pescadores acordaron con los compradores que se llevaran los caracoles como estaban, de modo que el desconchado corría por cuenta de ellos. Se supone que en lugares más restringidos y con medidas de prevención.
También recurrieron a algunos compradores de Lima que abastecen a restaurantes. Llevaban sus productos —especialmente el pulpo— en un taxi contratado de ida y vuelta, por un precio aproximado de 200 soles (56 dólares). “Teníamos que tener una buena cantidad para que nos salga a cuenta”, dice Eco. Lo que los ayudó es que aquellos clientes sí pagan los 20 soles por kilo que cuesta el pulpo, con la condición de que los ejemplares pesen entre un kilo y kilo y medio.
Que este grupo de pescadores haya buscado una manera de hacerle frente a la crisis de la pandemia no es algo nuevo. Ya antes habían tomado decisiones importantes respecto a la manera de gestionar los recursos: pusieron sus propias reglas sobre cuánto pescar para permitir que la biodiversidad, que es el sustento de su trabajo, pudiera recuperarse de la sobreexplotación.
El cierre de las islas
“La pesca responsable es el futuro”, comenta Tony aunque no pueda evitar mostrarse desencantado con la situación que viven en este momento. Tanto él como Eco, y por lo menos 55 integrantes más de AEMAPSA, llevan adelante desde el 2013 un programa de ‘pesca responsable’ que a partir del 2015 cuenta con el apoyo sostenido de The Nature Conservancy (TNC), una ONG que tiene sede en Lima. Los logros de estos pescadores han sido dignos de imitar.
Ya antes, desde el 2012, al ver que los recursos se agotaban, establecieron topes para las capturas de algunas especies: no más de 50 kilos de pulpo y 50 manojos (ocho docenas) de caracol por embarcación. Durante más de dos años continuaron con ese mecanismo de autocontrol, pero al notar que no era suficiente, en el 2015 iniciaron una de sus estrategias clave: cerrar durante un tiempo algunas de las 11 islas cercanas a Ancón donde suelen pescar, para que las especies puedan recuperarse.
El primer cierre se hizo en febrero de 2015 en La Isleta, uno de los sitios preferidos para capturar pulpos. Se cerró por más de un año, hasta marzo de 2016. Cuando Eco y otros pescadores volvieron, fueron testigos de cómo había regresado la abundancia de peces, moluscos y crustáceos. El mar había respirado y revivido. No había vuelta que darle: los cierres funcionaban. Fue así que, entre abril y julio del 2016, fueron cerradas La Huaca e Isla Grande.
“Cerrar una isla” implica un proceso complicado, pero posible. Los miembros de AEMAPSA acuerdan no ir a pescar a la zona clausurada durante un lapso y, para asegurar que esto se cumpla, montan guardias. “Salimos a las 4 de la tarde y no volvemos hasta la madrugada del día siguiente”, explica Tony. La prohibición es estricta y vale incluso para los marisqueros de Ancón que no pertenecen a esta asociación, así como para los pescadores de otros lugares que a veces llegan furtivamente a la zona, a pesar de la vigilancia constante.
El último cierre fue en noviembre de 2019 y se implantó en todas las islas. El propósito era hacerlas descansar hasta marzo de este año y solo las abrieron unos pocos días en diciembre, para que la gente “haga su Navidad”, cuenta Eco. La reapertura coincidió con los días en los que se reportaron los primeros contagios del coronavirus, aunque todavía no regía la cuarentena.
“Tuvimos que reorganizarnos”, cuenta Eco. El primer problema con el que se encontraron, cuando aún podían trabajar sin intermitencias, es que no había demanda de sus productos. El kilo de carne de pollo llegó a costar incluso menos de 5 soles, mientras que el kilo de pulpo, para competir, se tuvo que desplomar desde los 20 o 25 soles hasta menos de 10 soles.
La economía de los pescadores sufrió un duro golpe y a pesar de que el gobierno peruano entregó un bono de ayuda de 760 soles para los sectores más pobres de la sociedad, sólo un 30% de los miembros de la asociación lo recibieron. Los demás —que si son buzos pueden ganar entre 100 y 120 soles diarios y si son tripulantes unos 80 soles —tuvieron que migrar a otras actividades, como la reparación de teléfonos celulares.
“Si esto pasa en Ancón, donde los marisqueros tienen cierta organización, imagínate cómo será en otros lugares más pobres y desorganizados”, dice Matías Caillaux, especialista pesquero de TNC. En la costa peruana hay, según el Instituto Nacional de Estadística (INEI), 116 puntos de desembarque y de acuerdo al Instituto del Mar del Perú (IMARPE), la población total de pescadores artesanales alcanza las 67 247 personas. Sólo en Ancón, son cerca de 400, entre marisqueros, pescadores con cordel, tripulantes, buzos, pescadores de red. Todos ellos dependen del buen o mal humor del mar.
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Un proyecto que se viene como un tumbo
Eco de pronto se ha acordado que hace años, cuando se sumergió para capturar caracoles, el mar le quitó la máscara y se angustió un poco. También, que en diciembre del 2019, estando bajo el agua, la compresora del bote se malogró y el compañero que estaba a bordo pareció no darse cuenta. “Comenzaba a faltarme el aire, de modo que salí con las justas a la superficie. Pero así es esta vida. El susto del mar el mismo mar te lo quita”.
Él ahora ya no está saliendo a mariscar ya que se accidentó jugando fulbito; en tanto que Tony, que es tripulante, se encuentra en Huacho, a la espera de que las condiciones sociales mejoren para volver a Ancón y reintegrarse más decididamente a sus faenas. Los mariscos y el pescado van retornando a los mercados limeños, lentamente, debido al levantamiento parcial de la cuarentena en este país. Pero a los problemas señalados, se suma una preocupación más.
A inicios de junio pasado, el Organismo Nacional de Sanidad Pesquera (SANIPES) elaboró un proyecto de Decreto Supremo (DS) que modifica la Norma Sanitaria de Moluscos Bivalvos Vivos. Lo que propone es que, en adelante, los costos de la evaluación sanitaria que se hace en los lugares de pesca, así como la vigilancia de las áreas de producción de estas especies, sean costeados por los mismos pescadores.
Actualmente, para cumplir con dicha evaluación, se hacen monitoreos de los recursos cada 15 días. Para ello, suelen ir dos o tres inspectores de SANIPES al muelle de Ancón —y a todos los embarcaderos de la costa peruana—, quienes se embarcan en un bote de los mismos pescadores. Una vez que llegan a los sitios de monitoreo, se procede a extraer muestras de agua, de sedimento marino y de algunas especies, como el caracol, para ver si existen biotoxinas o algún tipo de patógeno.
El análisis de estas muestras, hasta ahora, se realiza en los laboratorios de este mismo organismo del Estado peruano, que pocos días después informa sobre los resultados. Los pescadores, en tanto, corren con el gasto del embarque y el monitoreo in situ. A quien pone el bote, el buzo, el tripulante y el combustible, AEMAPSA le paga 250 soles. Si se aprueba la nueva norma, tendrán que contratar a una empresa para que haga todo el proceso, incluido el análisis.
Eco comenta que, entre el 2005 y 2010, cuando hubo en la zona una intensa temporada de captura del marisco llamado ‘concha navaja’ (Ensis macha), sólo el monitoreo hecho en el mar solía costar unos 700 soles, sin el análisis de laboratorio. Al año, esa operación tendría que repetirse al menos 24 veces, lo que haría que se disparen los costos de la pesca artesanal.
El artículo original de Ramiro Escobar fue publicado en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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