/ NoticiasInformación basada en hechos y verificada de primera mano por el reportero, o reportada y verificada por fuentes expertas.
| Crónica
‘Hacerse la vaca’, ‘tirarse la pera’: ¿Cómo se escapaban de clases los colegiales de inicios del siglo XX?
Los ‘vaqueros’ de los primeros años del siglo pasado iban a los lugares alejados de la ciudad, en esos tiempos eran famosos los pantanos de Santa Beatriz o los potreros de Chacra Colorado; y hacia el este de Lima, las pampas de Cantagallo y la cima del cerro San Cristóbal.
En una crónica publicada en El Comercio, el 4 de agosto de 1929, se relataba como quien cuenta cosas del pasado, dónde y cómo elegían los colegiales de antaño (los de comienzos de siglo) los lugares donde decidían “hacerse la vaca”. En un tono nostálgico, el cronista narraba las aventuras y los desafíos de los ‘vaqueros’ limeños de antes del centenario patrio.
Lima nunca ha sido una ciudad homogénea, orgánica ni igualitaria. Las diferencias han marcado su derrotero como urbe moderna. Nuestro cronista de 1929 hacía notar que la capital tenía dos, tres y hasta cuatro versiones de sí misma: “La antigua, la reformada, la moderna y la ultra moderna, por decirlo así”. También ya se mencionaba el Jirón de la Unión como el espacio que reunía a todo el Perú, social y culturalmente. Allí estaban la “Lima que ya se fue, la Lima que es y la que viene”, decía el redactor que firmaba con el seudónimo de ‘Vinicius’.
Para este reportero la práctica de la vaquería era esencialmente algo “típico y sugestivo”. Y decía que los ‘vaqueros’ de inicios del siglo XX constituían una especie de ‘mafias’, restándole al término el sentido criminal que ya había hecho famoso a Al Capone en Chicago durante la década de 1920. Mencionaba que, de alguna forma, cada colegio tenía sus propias ‘mafias’, o grupo de ‘vaqueros’, con lugares únicos donde pasarla entre iguales.
Los “vaqueros” eran, casi siempre, los mismos, pero si se incorporaba un nuevo miembro tenía que cumplir un requisito: jurar silencio (la omertá de la maffia). Firmar un pacto de silencio total y cómplice con todos. No podía decir dónde había pasado la mañana o la tarde; y si lo decía y descubrían a todos, quedaba estigmatizado de por vida. En esos primeros años del siglo anterior había un calificativo para el “vaquero traidor”: su nombre pasaba a ser el ‘No hombre’, es decir, alguien en el que no se podía confiar. Así eran las reglas.
La ‘vaca’ podía hacerse en cualquier mes del año, pero había meses especiales: eran los primeros y últimos del año. Durante esa primera década del siglo, los días claves para escaparse del colegio, especialmente si era religioso, eran “las mañanas de las tardes de asueto”, indicaba ‘Vinicius’.
El grupo deliberaba en cuestión de minutos, instantes preciosos en la esquina del colegio. Allí intercambiaban ideas, opiniones, manejaban opciones: primero se preguntaban sobre entrar o no entrar al colegio. En la mayoría de los casos, el deseo de vivir la aventura dominaba. Otras veces, los vaqueros de colegios religiosos discutían tanto que se pasaba el tiempo para llegar al ‘rosario’, así los indecisos se iban sumando a la idea de no ir a los salones.
De cinco pasaban a ser hasta 10 los ‘vaqueros’ de una mañana; y, entre dientes, decían al unísono, como buenos estudiantes de colegios religiosos: “¡Alea jacta est!” (“La suerte está echada”) y cada quien agarraba sus libros o los pasaba al otro como balones de fútbol, mientras avanzaban al lugar elegido.
Esos sitios nunca dejaban de ser una “zona de peligro”, espacios insólitos en los extramuros de la ciudad. Los felices evasores del orden escolar no podían hacer tanta bulla durante el trayecto, durante el cual se pedían entre sí compostura y silencio, mucho disimulo.
Hacían una colecta para ver qué podían comprar. Entonces era común reunir un sol: “20 centavos para galletas de chocolate o de leche, 20 centavos de chancaca, 20 centavos de membrillo, 20 centavos para cigarrillos y 20 centavos de alfajores de Trujillo”, y todos ya estaban en la esquina de tal o cual bodeguero o del chino de la esquina. Así era ese mundo escolar vaqueril antes del centenario de nuestra independencia.
Andaban como una pandilla en ciernes, sin embargo nunca se aventuraban a ir demasiado lejos de su colegio. Lo que necesitaban era cierta clandestinidad, espacios solitarios para pasarla bien, “lejos de los mayores”. Si en el camino avistaban a un fraile o profesor apurado por llegar a clases, el desbande era inmediato o los salvaba la puerta de alguna chingana.
Ese era el cuadro usual de los ‘vaqueros’ en los primeros años del siglo XX. Vivían el momento, sin duda, con su cargamento de galletas, chancacas, alfajores, membrillos y cigarrillos en los bolsillos; andando “a las afueras de la ciudad”, en esos entornos casi rurales que circundaban la Lima urbana. Escogían la libertad al encierro, el ocio al estudio, aunque no como una forma de modus vivendi, sino a veces. No era un oficio hacerse la ‘vaca’; era una circunstancia.
Se buscaba el lugar ideal para “plantar la tienda”, como se decía entonces, y se sentaban o echaban en la hierba, en el pasto verde o reseco, no importaba. ¿De qué hablaban los que se hacían la ‘vaca’ en esos años? Pues nuestros abuelos, bisabuelos o tatarabuelos acostumbraban a fabular o imaginar su futuro, sus propios proyectos. Muchos soñadores andaban entre los que se hacían la vaca en esa “Lima Aristocrática”.
Disfrutaban de largos monólogos entre galletas, alfajores y cigarrillos, contaba el cronista de El Comercio en 1929. La repartija de provisiones no traía problemas, todo era distribuido con justicia. “Unos hacían un sándwich de galletas con chancaca, otros mordían a la vez la galleta, la chancaca y el membrillo”; hasta que escuchaban el pito de la fábrica más cercana y entonces era la hora de salida del colegio para ir a almorzar. El regreso a la “ciudad” era algo triste.
LUGARES PREFERIDOS PARA LOS VAQUEROS CENTENARIOS
Pero, ¿dónde andaban con más frecuencia los ‘vaqueros’? Todo se dividía por colegios. ‘Vinicius’ contaba, como cosa de su pasado reciente, que los del colegio Recoleta se perdían “en la antigua estación del ferrocarril a la Magdalena, situada detrás del colegio”. Ese lugar era también un espacio de broncas callejeras, pues allí deslindaban sus problemas colegiales los del Recoleta y los del Guadalupe.
Otro lugar de ‘vaquería’ en esos inicios de siglo XX eran los “pantanos de Santa Beatriz”, donde cazaban sapitos y jugaban con palitos a hacer carreras de batracios en las acequias próximas. Luego llevaban los sapitos al colegio para generar escándalos entre profesores y alumnos.
Los estudiantes se las ingeniaban para no ir a clases y vagabundear por la llamada “Petit Ecurie” (pequeño establo), una especie de potrero a la altura de la cuadra 4 de la avenida Brasil, donde se improvisaba un campo de fulbito y servía también para los ‘vaqueros’ hinchas de la cacería.
Y es que estos avezados colegiales compraban entre diez una cajita de “balas” y se repartían cinco casquillos por cabeza. El escándalo lo hacía todo más emocionante, porque los disparos hechos con una “carabina de salón” movía a todo el vecindario, por lo que estos escapistas del orden escolar debían salir volando de la zona.
Los reyes de los ‘vaqueros’ de Lima eran, sin duda, los colegiales de Nuestra Señora de Guadalupe, ubicados en la avenida Alfonso Ugarte desde 1909. Los alrededores de Lima eran sus dominios. Se contó que la zona de Chacra Colorada era la favorita de los muchachos guadalupanos en ‘vaca’ y que, a inicios del siglo, todo ese escenario era aún rural (para 1929, año de la crónica, esa zona ya estaba urbanizada).
El campo libre donde los guadalupanos disfrutaban el tiempo incluía, además, la conocida “Pampita del Medio Mundo”, ubicada un poco más allá de la plaza de Acho, en el Rímac, ya próxima a los campos de Amancaes. De allí sus correrías llegaban a convertirse en una suerte de expedición cuando decidían subir al cerro San Cristóbal. Para muchos escolares ‘vaqueros’ ese era el clímax de la aventura de una mañana: llegar a la cumbre del cerro.
El escalamiento era de terror. Por eso solo los “valientes” se atrevían a subir las partes más empinadas, lo cual se complicaba aún más cuando debían bajar: allí no había otra forma, si no querían desbarrancarse, que hacerlo a gatas, de rodillas, destrozándose el uniforme. ‘Vinicius’, el cronista de 1929, contaba que era tan terrorífica esa bajada para los jóvenes inconscientes de 1900 a 1910, que una vez en el día de Santa Rosa de Lima, unos escolares dejaron esta temblorosa inscripción en una roca: “Damos las gracias a Rosa de Santa María por habernos salvado”.
OTROS ESPACIOS PARA HACERSE LA ‘VACA’ EN LA LIMA ARISTOCRÁTICA
Había otros colegios con sus propios ‘vaqueros’, como los del colegio San Agustín, cuya ‘mafia’ prefería tanto la “Pampita del Medio Mundo” como la “Pampa de Amancaes” y “la Magdalena Vieja”. Sus incursiones incluían las espaldas de Chacra Colorada, y también iban cerca del antiguo Bosque de Santa Beatriz (desde 1929 inaugurado como Parque de la Reserva) y las calles cercanas a este. Caminaban hasta Magdalena del Mar. De allí debían regresar al colegio en tranvía, agotados y hambrientos.
Sitios más peligrosos o solitarios, ideales para el ejercicio de perder el tiempo, eran “Martinete” (cerca al río Rímac, que luego fue una canchita de fútbol) y la “Pampa del Pellejo”, entonces una huerta donde llegaban a jugar vóley chicos y chicas (en aquel lugar se construiría luego el Hospital Guillermo Almenara).
También estaban a disposición de los escolares escapistas los “Baños de Otero”, una poza en la calle Otero, a un lado de la plaza de Acho, donde los muchachos se refrescaban especialmente en verano y los primeros meses de colegio. Asimismo, Piedra Liza, en Cantagallo, y “la antigua cancha Meiggs”, en Carmen de la Legua, una especie de potrero considerado como el primer hipódromo del país. Finalmente, “el primero y segundo óvalo de la carretera del Callao” (hoy avenida Colonial).
Los recuerdos del cronista terminaron con una confesión de parte: como se sospechaba desde el inicio del relato, también el autor de la nota había incursionado en ese “juego estudiantil”, y como muchos de sus condiscípulos, insistiría en que no se había convertido en “un hombre de mal vivir” sino todo lo contrario.
‘Vinicius’ dejó dicho que los castigos de los padres al enterarse de las aventuras vaqueriles eran duros, pero no tan severos “por fortuna”. Así se narró la vida de los ‘vaqueros’ de una Lima premoderna, casi rural, cuando apenas se asomaba lo que la ciudad iba a cambiar en los siguientes 25 años o más.
Ya para la década de 1930, los chicos que se hacían la ‘vaca’ no subían cerros ni cruzaban ríos, tampoco se perdían en los potreros, sino que preferían la oscuridad de los billares, la sagacidad del póquer y, en el mejor de los casos, la picardía del fulbito.
VIDEO RECOMENDADO
Nuestro Archivo Histórico presenta su tienda virtual