¿Qué les pasa a los hombres?
¿POR QUÉ ES TAN DIFÍCIL ACEPTAR NO GUSTARLE A ALGUIEN QUE NOS GUSTA?
¿Qué les pasa a los hombres? Ese es el título con el que han bautizado en España a la película He´s not that into you (“Simplemente, no te quiere”, en el Perú). Para los que no tienen idea de esta frase que podría traducirse como: “al él no le gustas tanto”, apareció en un capítulo de la serie Sex and the City, y al parecer se volvió muy popular entre muchos que encontraron en esas cinco palabritas la clave mágica para aceptar que hay personas que, por más que uno insista, jamás se van a enamorar de uno, y que es una buena idea dejarlos ir. Esto llevó a los guionistas a escribir un libro sobre cómo detectar si un hombre no te quiere, o por lo menos, no lo hace de la misma forma que tú. Hace unos días vi el best seller hecho película y pensé que los distribuidores españoles se equivocaron, porque la pregunta está mal formulada. Esta debería ser: ¿qué nos pasa a nosotras, las mujeres?
¿Por qué es tan difícil aceptar que alguien no nos quiere, y seguir adelante? ¿No es mejor estar sola que estar detrás de una persona que no está interesado en nosotras? Yo creo que sí, porque es simple: no te quiere y además, no es tan difícil notarlo (cuando uno se atreve a aceptarlo).Si nos sabemos la teoría de paporreta, si ya tenemos en nuestra cajita (o cajota) de Pandora –así nos duela, joda o cueste reconocerlo– las típicas metidas de pata para ahuyentar a alguien que recién conocemos (sobredosis de interés, multiplicación de llamadas, expectativas tamaño globo aerostático, entre otras), si continuamos detrás de alguien que nos rechaza, si seguimos enganchados a alguien a quien sabemos que no le gustamos tanto o saboteamos una relación en la que ya estamos, habría que preguntarnos ¿por qué seguimos cometiendo los mismos errores?, y no solo eso, deberíamos pensar también ¿por qué cometemos los mismos errores con hombres que sabemos que no son los correctos? Y ellos no son los malos de la película, por más que nos guste llamarlos así cuando las “cosas” no van como a nosotras nos gustaría que fuesen. No son incorrectos por ser malos por naturaleza, sino porque, en este caso particular, simplemente no les gustamos. Y eso no tiene nada de extraño ni convierte a nuestros objetos de deseo en unos miserables. Las malas, mejor dicho, las tontas de la película, somos nosotras.
¿Varias historias para recordar?, claro. Aquí van algunas, propias y ajenas. El 2008 fue un turbulento año que me dejó varias lecciones y no creo ser la única que estuvo metida en el tren fantasma de las relaciones con personas equivocadas. La semana pasada, dos mujeres solteras, un vino blanco y yo, compartimos algo más que risas, burlas, anécdotas y confesiones; mucho antes del final de la noche, ya había aparecido en la conversación esa odiosa y aterradora: ¿en qué estabas pensando para seguir saliendo con ese tipo?
La primera estaba saliendo con un hombre, de esos que quieren aparentar ser los más honestos y transparentes del planeta, y no son más que una careta del típico pendejo que te dice fresco como una lechuga, que “aún” está casado, pero que se está separando (ojo, separando, no separado) y quiere que lo esperes, que lo acompañes y lo mimes, porque “pobrecito, está pasando por un momento difícil”, ¡ah! y además, hay otras que están haciendo la misma chamba, porque él no puede “comprometerse tan rápido otra vez”. Alarma de bombero, trago de vino amargo.
Pasamos a la segunda, quien vino de Argentina por unos días, y entre muchas cosas le pregunté cómo estaba. Lo que en realidad quería saber era si ya había vuelto a la cordura y había dejado de atormentarse con nuestro amigo Pedro. Ella me miró con cara de papel cuadriculado. Yo entendí. La historia de Pedrito no había terminado. Horror.
Cuando parábamos juntas en Barcelona, Peter Pan (así le decíamos cuando nos metíamos los megarajes de él) era el eterno soltero, el amigo incondicional cuando una chica necesitaba algo, el adolescente de corazón, el buena gente, y el único chico con el que, a través de los años, las cuatro del grupo habíamos tenido “algo”. Todas sabíamos de qué iba Pedrito y nos habíamos tomado nuestros “algos” con él como lo que eran: nada. Una se lo agarró una noche de Año Nuevo, la siguiente tuvo choque y fuga durante una borrachera, la tercera, yo, dejé que Pedro me consolara a besos una tarde lluviosa y triste en la que me lamentaba por no pasar más los domingos al lado de mi ex al que todavía quería (pero no de vuelta).
Sin embargo, mi gran amiga, la cuarta, se enamoró sin ningún control o sentido de realidad. Ocurrió lo mismo de siempre. Después de un par de noches de locura, Pedro había vuelto a ser Pedro. Es decir, Peter Pan, el niño que nunca iba a crecer, el que no se iba a comprometer con nadie mas que con la scooter en la que se montaba para ir a todos lados. El resultado de todo esto fue que tuvimos que soplarnos por años frases tan irreales como: “Pedro me dejó para el final, porque yo era la que en realidad le gustaba” (es decir, se convirtió en la cereza de una torta inexistente), “Lo que Pedro y yo tuvimos fue de verdad” (extraña combinación de palabras), “Pedro me ha dicho que nunca me va a olvidar”, “Pedro me ama, pero está asustado porque lo nuestro fue demasiado intenso”, “Pedro es el hombre de mi vida, che”.
Lo curioso es que entre tanto Pedro esto y Pedro el otro, él nunca volvió a tener nada con mi ciega amiga. Estaba con cualquier otra, menos con ella. Después de varios intentos fallidos de terapia grupal, de varios amistosos electroshocks tipo: Pedro no te da ni pelota, nos resignamos a hacernos ojitos cada vez que ella hablaba de Pedro y su gran amor “mutuo”, con la secreta esperanza de que algún día iba a abrir los ojos solita. Pero eso nunca pasó, porque hasta cuando Peter-Pedro se enamoró de una asturiana, se mudó al País Vasco y tuvo un hijo, ella seguía pensando y gritando a los cuatro vientos que ella estaba segura de que él volvería.
Todas volvimos, pero a nuestros países. Yo al Perú y las otras tres a Argentina. Mientras escuchaba en vivo y en directo de los labios de mi amiga que seguía con la misma demencia de seguir hablando de Pedro (que ya iba por el tercer hijo con la asturiana y se autodenominaba completamente feliz) y ella, no pensé que Pedro fuese un mal tipo, pero sí que una de mis tres amigas argentinas favoritas tiene un problema de obsesión post-Pedro que ni los años, ni otros novios, han logrado borrar. Yo por supuesto, no dije nada. Porque no soy ni me voy a declarar la excepción de la regla.
Sin tener que remontarme mucho atrás, recordé un par de experiencias con las que cerré con el broche de oro el año de las ilusiones mal dirigidas.
La primera es la historia-del-hombre-al-que-no-logré-entender, Volumen 1. Cuando él y yo nos reencontramos, después de un par de momentos, digamos, románticos, durante el año que teníamos de conocernos, algo en mí se encendió. Nos empezamos a llamar de vez en cuando, a hablarnos con cariño, a coquetear cuando nos veíamos y a besarnos cuando me dejaba en mi casa. Pero ojo, gran ojo, nunca quedábamos en salir y mucho menos solos. Las veces que nos vimos siempre fueron no planeadas. Nos encontrábamos en tal o cual sitio, siempre de casualidad. Todo estuvo bien para mí, hasta que el azar dejó de funcionar. Me cansé de los ricos besos de buenas noches y pensaba, ¿qué onda con éste pata?, ¿no quiere más? Me obsesionaba telefónicamente con mis amigas y les decía como un testigo le dice a un tribunal: estas son las pruebas de que yo también le gusto. Ellas me decían cosas que me confundían más como: llámalo, la próxima vez invítalo a salir, la próxima invítalo a pasar, entre otros consejitos que felizmente, nunca seguí. Poco a poco, nuestros encuentros casuales se disolvieron y ya no hubo preguntas en mi cabeza. Estaba claro. No le gustaba lo suficiente. No había que darle tanta vuelta Creo que a mi vanidad se le acaba de descoser una heridita. Me pongo una curita y seguimos con el siguiente.
Al Sr. Volumen 2. solo vi una vez, el día en que lo conocí. Nos conocimos aquí, detrás de la pantalla, cuando aún no tenía esta laptop ni vivía sola, y mantuvimos una bonita relación virtual, hasta recuerdo haber desayunado un par de veces y tomado varias copas de vino en pleno chat. Coincidíamos en todo. Bueno, en casi todo. Estaba tan segura de que “había algo especial y único entre nosotros” que semanas antes de su llegada a Lima les anuncié a mis amigos que estaba a la espera de mi “futuro marido” (¿futuro marido?, ¿en qué diablos estaba pensando?). Estaba segura de que nos íbamos a conocer y que, de inmediato, nos enamoraríamos. Ja. La realidad me devolvió la broma. Es decir, mi futuro marido terminó siendo un buen chico, buena gente, pero de romance: nada. Ni futuro, ni marido. Uno cree lo que le da la gana creer.
¿Ven? Dos ridículos tropezones con la misma piedra (en este caso, conmigo misma), justo cuando me enorgullecía de haber aprendido algo. En nuestra defensa, o en la mía, tengo que decir que el radar algunas veces deja de funcionar, y no porque su señal se confundió con la del cable, sino porque hay alarmas que no queremos escuchar, hay señales que no queremos ver o chicos que desde el día que nos coquetearon por primera vez no estaban interesados del todo, sino “un poquito” interesados, y ¡zas! los trasladamos a la categoría de potenciales novios. ¿No sería más fácil tomarnos un trago de realidad en vez del segundo vodka-tonic y dejar de fantasear con un probable imposible?
Sin embargo, sí existe un detalle que hace que se potencie la confusión en las mentes alborotadas por la emoción. Hombres que nos coquetean, acechan, acosan, hay muchos, y lo hacen cada uno a su manera. Basta pararse en un bar o en una esquina. Muchos de ellos solo coquetean porque pueden hacerlo. Como los obreros de construcción, por ejemplo, o un taxista que pasa a toda velocidad, que ni siquiera está seguro –por la altura o la velocidad– de que se trate de una mujer para silbarte y gritarte lo rica que estás. Creo que esa es una buena metáfora para pensar que no todos los que coquetean están interesados en “algo más”.
Entonces ¿por qué demonios invertimos tiempo, energía, plata para ese vestido nuevo y maquillaje (sin contar nuestra autoestima y vanidad) en esa cita con alguien que sabemos que no nos va a llamar? Y ahí vienen las preguntas ¿lo llamo o no?, ¿le mando un mail?, ¿espero que aparezca en el chat? Es decir, ¿fuerzo la comunicación de alguna manera? La respuesta es no, así hayamos sido nosotras las del primer paso. Porque es simple, después del primero, hay un segundo paso y un tercero, y no tenemos por qué tomar todos por nuestra cuenta.
Somos las lindas víctimas de nosotras mismas. El príncipe azul, rosado o amarillo, el sapo, o el chico que nos gusta pondrán de su parte si así lo quieren, es decir, si nos quieren. Punto. No vivimos en la época de las señales de humo, existen los teléfonos y muchos otros medios de comunicación para llegar a la persona que te gusta, así que no hay pretextos ni excusas, señoras y señores. Si una persona nos muestra tan solo un mínimo interés, o nos ignora del todo, mejor es dejarla ir y estar libres para alguien al que le gustemos en realidad.
¿Cuesta reconocerlo? Sí, pero no imposible. A ver si nos animamos a ver con los ojos bien abiertos.
CANCIÓN PARA NO ESPERAR LLAMADAS
(y un clásico de los noventas en versión acústica)
“Tenía tanto que darte”, curioso (por no decir, irónico) nombre de esta canción de Nena Da Conte, recomendación de un amigo DJ de las épocas de los Gorilas Amarillos. ¿Algún recuerdo al ver el video?
La mejor frase de la película: “¿Supuestamente tengo que huir de los hombres a los que no les gusto?”. Ustedes tienen la respuesta. Acá les dejo el tráiler.
Y el CD es para… los primeros diez comentarios. Pueden recogerlos en el Centro Cultural de la PUCP (Av. Camino Real 1075 San Isidro) de 10 a.m. a 2 p.m. a partir del miércoles. Preguntar por mí en la recepción. P.D. Gracias a mi amigo Cristhian Ruiz por ayudarme con el diseño.