¿Celoso yo?
LA OTRA CARA DE LOS CELOS
Dicen que no hay nada más aterrador que una mujer celosa. No lo niego, algunas veces podemos ser atemorizantes. Lo que nadie dice, en especial los hombres, es que ellos también pueden convertirse en un pequeño dolor de cabeza o una pesadilla hecha realidad cuando son presa de los celos. Ese horrible aguijón (que no es otra cosa que el miedo de perder a nuestra pareja) que se clava en la boca del estómago e invade nuestros sentidos como una poción maléfica y hace que perdamos el sentido de la realidad y, algunas veces, el control de nosotros mismos, no tiene exclusividad de género.
¿Por qué ellos tendrían que ser inmunes a la celotipia?, ¿los niños hombres son vacunados contra los celos al nacer?, ¿están genéticamente programados para bloquear ciertas emociones?, ¿tiene la testosterona el poder de eliminar cualquier demostración de fragilidad?, ¿aceptar ser celosos tiene el poder debilitador de la kriptonita?
La respuesta apareció en la puerta de mi casa la otra noche, cuando yo menos lo esperaba. Unos días atrás, tratando de escapar del estrés laboral, decidí disfrutar de una noche conmigo misma. Compré flores, cociné y puse a helar una botella de vino blanco. Cómoda dentro de la privacidad de mi casa, cantaba a voz en cuello mientras cortaba las verduras para la ensalada con el único cuchillo que tengo –tamaño “asesino de carnicero”–, cuando de pronto una sombra en mi ventana abierta que da a la calle, hizo que me pegara tremendo susto.
- ¿Alicia?-dijo la una voz.
Ay, mierda, pensé. ¿Será un acosador, un loco, un ex o un choro?
- ¡Ali! –gritó la sombra esta vez.
¡Huy, el choro me conoce!, pensé mientras guardaba silencio abrazada a mi cuchillo debajo de la mesa de mi sala-comedor-cocina. No pues, traté de tranquilizarme a mi misma, qué choro me va a decir “Ali”. Debe ser alguien conocido, que sabe donde vivo, pero esa voz no la reconozco. Igual, me quedé escondida por si las moscas, mientras trataba de escurrirme sin hacer ruido (y sin cortarme) hacia la puerta, para cerciorarme de haber puesto el cantol. Trataba inútilmente de recordar dónde había dejado tirado el celular para llamar a serenazgo. ¡Uf!, la puerta estaba trancada y el cerrojo bien puesto. Maldita sea, no sabía cuál es el número de serenazgo ni el de la policía, ¿aquí existe el trillado 911 de las películas de acción? Podía llamar a casa de mis padres y hacer que ellos los llamen por mí, pero ¿y si no estaban? Bueno, alguien de mi lista de contactos vendría a auxiliarme. ¿Por qué soy tan desordenada?, ¿dónde está el bendito aparato? Debería tener un perro con cara de malo y que ladre, pero pobre, sería injusto que el boxer que planeo adoptar algún día se quede solo todo el día en mi casita de dos por dos. Ahí está el celular, pero no me sirve de nada, está en pleno ángulo visual del extraño.
Un segundo grito de la sombra me sacó de mi divagación mental y, en un arranque de valentía, me paré frente a la ventana con mi arma de doble filo en la mano misma Sra. Bates/Norman a punto de matar a alguien-, puse mi voz de mala y enfrenté a mi miedo.
- ¿Quién eres?
- Yo.
Aunque un poco distorsionada, reconocí la voz de un amigo muy cercano al que veo muy poco (unas dos veces al año, máximo tres) pero con el que chateo casi todos los días. Cuando me acerqué a inspeccionar que se trataba efectivamente de él, corrí a abrirle la puerta.
- Casi me da paro cardíaco, tarado -dije entre risas mientras lo abrazaba contenta de verlo por primera vez este año.
Pensé que era una bonita coincidencia y que podía compartir mi noche especial con este amigo con el que me gusta tanto conversar, pero al sentir que no abrazaba a una persona sino a un costal de papas que se escurría entre mis brazos, esta idea se esfumó.
- Puta madre, Ali –se lamentó.
- Ven, entra –le dije. Me soltó y caminó directo a desparramarse sobre el sofá.
Señal de alerta: amigo en problemas. Tenía la mirada perdida en algún punto fijo y apoyaba la cabeza en su mano, como si se le fuera a caer. Cuando se percató de las velas encendidas, la mesa puesta y escuchó la voz de Ben Harper saliendo de mi laptop, me preguntó con cara de horror:
- No me digas que estás esperando a alguien.
- No, por favor, mírame.
Jean dos tallas más grande, slaps, una camiseta vieja que le robé a un chico que me gustaba mucho hace años, pelo amarrado, cero maquillaje. Qué rico es estar cómoda.
- ¡Felizmente! –exclamó aliviado –no sabes lo que me ha pasado. Oye, ¿eso es vino? (uy, amigo que se quiere emborrachar)
- Vino blanco, oye, pero también hay whisky si quieres.
- Lo que sea. Me quiero emborrachar.
“Lo que sea” significa: amigo en problemas que se quiere emborrachar y lo más pronto posible. Cuando fui por una copa para mí, vi como él se metía un seco y volteado de vino, como si fuera tequila, y volvió a llenar la copa en medio segundo. Me senté en un cojín a sus pies.
- Lo que pasa es que Ana me ha estado sacando la vuelta con el hijo de puta de su ex. Seguro que la pendeja quiere volver con él. ¡Ana de mierda¡
- ¿Anita? –le pregunté intrigada.
Hasta donde yo sabía, Anita –ahora “Ana de mierda”– y mi amigo salían desde hacía algunos meses y todavía estaban en plena primavera de la relación. Había visto sus fotos en el concierto Kiss, se les veía graciosos haciendo muecas. Pegajosos y felices. Melcocha pura.
- Sí, Ana. Ana. Mi Ana. Esa cojuda –continuó mientras se tomaba otra copa.
- A ver, espérate. No entiendo. ¿Cómo así te has enterado?, ¿ella te ha dicho eso?, ¿la has visto?
- Sí la he visto. Con mis propios ojos.
Dios mío, la cosa era grave. Había ampayado a su novia siéndole infiel. Me resigné a dejar mi cena para otro día, emborracharme con él y terminar cantando “La copa rota” en alguna cantina cercana, cuando dijo algo que sacudió mi cerebro.
La “maldita Ana de mierda” no le había hecho o dicho nada en concreto. Aquí viene la parte oscura del asunto. Me confesó lo que sabía a través del Facebook, desde donde se había dedicado a espiarla. Según él, primero fue para saber “más de ella”, pero luego se había convertido en una obsesión. ¿A quién no le gusta espiar? Todos tenemos un voyeur dentro, pensé yo. Sin embargo, había algo que no me cuadraba. ¿Cómo que se había enterado por el Facebook?, ¿quién puede ser tan tonto a estas alturas de la tecnología para delatarse en tremenda red social?
- Lo que pasa es que tengo un fake-Facebook.
- Un… ¿qué? –pregunté yo.
Mi querido amigo, que ya me había comenzado a dar un poco de miedo, me contó que además de tener una cuenta de Facebook real, se había inventado una en la que era nada más y nada menos que una veinteañera llamada Silvia Rojas Saldaña, estudiante de hotelería, soltera, géminis, fan de Britney Spears y Christian Meier. Además, (acá casi me caigo del sofá) tenía como amigos a todas sus ex´s novias, agarres, amantes y a los ex y novios de sus ex. ¡Qué, sorpresa! Yo también estaba en su lista de amigos y ni cuenta. Todo con el propósito de seguir todos los pasos de su objeto de interés actual. Traté de salir del shock de enterarme de que mi amigo era el rey del espionaje cibernético y de tener una doble vida virtual, pero aún así le pregunté:
- Pero ¿cómo sabes que está saliendo de “salir”?, a lo mejor son solo amigos.
- Han ido al cine la otra vez.
- ¿Solos?
- No en grupo pero igual eso significa que se están viendo. Además, he visto las fotos de imbécil ese.
- ¿Y?, ¿qué tiene?
- Se cree la cagada el huevón, con su pinta de surfer de mierda y su camionetaza. Puta madre, ¿en qué momento se me ocurrió fijarme en esa estúpida?
- ¿Te estás comparando con alguien que no conoces? Ay, por favor, no sabía que eras tan celoso.
- ¡Yo no soy celoso! –subió la voz. Se tomó el último shot de vino que quedaba en la botella y se paró enfurecido.
- Oye, ya pues –le dije tratando de calmarlo, pero se zafó de mi mano.
- Yo no soy celoso –balbuceó, ofendido como si lo hubiera acusado de ser un terrorista buscado internacionalmente. Caminó hacía la puerta tambaleándose y se fue sin despedirse.
Bingo. Mi amigo virtualmente (y seguro, imaginariamente) despechado me repitió lo que todos los hombres de mi vida, desde mi padre hasta mi último novio, han negado hasta el cansancio. Ni uno, jamás, ni una sola vez, ha admitido sentir o haber sentido celos. Es más, cuando alguien les toca el tema son muy hábiles para voltear la tortilla y decir que ellas/nosotras somos las coquetas que los provocamos o que tal o cuál es un pendejito queriendo dárselas de vivito, pero de ahí a admitir que sienten celos, nunca, jamás de los jamases, never, primero-me-muero-antes-que-admitirlo.
Los celos no son para ellos, por favor. Los celos los sienten las chicas histéricas, inseguras, locas y/o complicadas que no confían en sus novios, las mismas que están tan loquitas por ellos que les gusta hacer escándalos en público, las que les clavan las uñas en el pantalón cuando coquetean con otra, las que desconfían hasta de sus mejores amigas y hermanas. La verdad es que esto puede ser cierto en algunos casos, no lo niego, pero que también se da en los hombres es un hecho. Los celos son unisex. Dependen del carácter de la persona. Sino, ¿por qué mi noche especial se había convertido en un remedo de Otelo versión High Tech, después la irrupción de mi querido amigo transformado y trastornado por sus propias dudas y gran inseguridad, en un celoso profesional graduado con honores y máster en espionaje por Internet?
Yo recuerdo muchos momentos desagradables al lado de varios novios celosos. Está la vez en que mi novio de la universidad me quitó mi carné, le quitó mi foto y puso la suya en su lugar para poder entrar al campus cuando le viniera en gana y tener el control de todos mis movimientos. También se me viene a la memoria la noche en la que mi novio fan del heavy metal casi atropella a un amigo suyo que había “osado” abrazarme en un concierto (ojo, a mí y a su novia, mi mejor amiga). Otro momento para no-recordar fue la vez en que el novio que me siguió a España, no me habló por tres días después de una noche en la sonó mi teléfono y se trataba de un hombre (horror, un “hombre” llamaba por teléfono a mi novia). Ese hombre era mi mejor amigo. Sin ir muy lejos en el tiempo, jamás han faltado las típicas marcadas de territorio (¿en qué momento pasamos a ser propiedad de alguien?, no lo sé), las llamadas de madrugada para “chequear” que estás en casa y no poniéndole los cuernos con algún amante imaginario, las agarradas de mano que impiden que la sangre circule normalmente cuando hay peligro a la vista: otro chico o las patrullas nocturnas con el cuento de “te extrañaba” que no es otra cosa que la careta de: quería ver que solo durmieras con tu almohada. En fin, podría seguir. Pero el punto es que todas las veces que les pregunté por qué sentían celos, todos lo negaron con la misma cara de “¿celoso yo?, estás loca”.
¿Por qué? Quizás porque les moleste caer en el ridículo social de mostrarse débiles o inseguros de su pareja, quizás por no poder expresar sus sentimientos a sus anchas por ser considerados una señal de debilidad, quizás por ser considerados objeto de burla de sus amigotes por tener emociones habitualmente adjudicados a las mujeres, quizás por hacer notar la desigualdad existente dentro de la pareja donde dominante y dominado pasa a ser dominante y pisado. Una mujer pisada es sumisa, un hombre pisado es un baboso, un pusilánime sin huevos que no merece pertenecer al clan de la hombría, justo ahora, en tiempos los que el hombre es el parangón de la fuerza y el macho, macho, man.
Creo que mi amigo cruzó la delgada línea que existe entre los celos normales, que hasta resultan un plus para la relación porque de alguna manera le haces saber a tu pareja que es atractiva y que te importa, y los celos disparatados que exaltan la imaginación creando ridículas fantasías que lo único que logran es ahuyentar o amedrentar a quien tienes al lado. Y acá si existe un factor de peligro. Estos celos no solo son autodestructivos, sino que llevan al truculento terreno del maltrato.
¿Solución? Creo que sí la hay, por lo menos un atisbo. Una vez que me empezaban a atormentar los celos que sentía por un chico con el que salía, volteé y le dije que estaba celosa, muy celosa, que odiaba sentirme así, que me odiaba más por ser ese tipo de mujer, que estaba socavando mi propia seguridad y que por último, yo solita me estaba haciendo daño porque la desconfianza me hacía sufrir. Él me miró y después de un buen rato me dijo que no me preocupe, que no desconfiara, que no solo estaba enamorado de mí, sino que le gustaba muchísimo. Nos abrazamos. No voy a decir que los celos desaparecieron por completo, pero esa conversación me hizo pensar que mi propia inseguridad me estaba metiendo cabe y que eso podría sabotearme como persona y de paso, llenar esa relación de miedos y rabia, totalmente injustificados. Sí, soy celosa, pero felizmente tengo una sola identidad. Para dobles identidades están los superhéroes y sus archienemigos (y cierto tipo de seres humanos celosos). Si siempre nos estamos cuidando de algo, yo no quiero cometer cualquier exceso futuro que pueda dañar a terceros y de paso, a mí misma.
Ahora los dejo, voy a borrar inmediatamente de mi Facebook a la tal Silvia Rojas Saldaña, y después la voy a llamar para preguntarle como está.
Para querer bien a alguien, con ustedes, La bien querida. Ojo con la frase: “…y me han venido de golpe las cosas que te hubiera dicho, las cosas que nunca te digo, porque siempre me pasa lo mismo”. Mi favorita es “me hubiera casado contigo, de habérmelo pedido”, pero esta es otra historia, mejor dicho, otro post.
Un clásico de los ochentas. Cuando amaba a Miguel Bosé y no tenía idea que era sentir celos (¿El otro extra es Eduardo Noriega?).
Los celos retorcidos son una de las causas de maltrato físico, psicológico y de asesinato de miles de mujeres alrededor del mundo. Aquí les dejó un magnífico clip parte de la campaña contra la violencia doméstica de Women´s Aid protagonizada por la superchurra Kiera Knightley.