El Bryce que yo conocí
El escritor peruano Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) ha vuelto a la escena pública con una nueva novela, Dándole pena a la tristeza (Peisa, 2012) que presentó el lunes 2 de julio en el Hotel Country Club. Carlos Batalla conversó con él hace algunas semanas para la versión impresa de El Comercio, pero una parte de sus declaraciones permanecieron inéditas. Hoy las publicamos en exclusiva para el blog Huellas Digitales. Momentos claves de su infancia y adolescencia, y de su vida familiar con sus hermanos y padres, serán ahora parte de nuestro saber sobre el autor de 73 años de edad.
El departamento sanisidrino de Alfredo Bryce es ordenado, pulcro y libresco. Es un reflejo de la personalidad de este escritor que confiesa pasajes de su vida con la naturalidad de un cuentacuentos.
La casa familiar
“La vida para un escritor es una sola, pero la niñez y adolescencia marcan a cualquiera”, le digo. Y con la voz que postula a susurro, me responde que perteneció a un tipo de familia que ya no existe: “Era muy alegre, reía mucho y se visitaba constantemente. Todos tenían un gran sentido del humor, de la autoironía, y se ponían apodos. Yo era un niño muy observador de ese mundo”, cruza las piernas y apenas sonríe.
“Pero, ¿cómo era la casa de sus padres?”, replico, y me dice que en esa casa de la calle Ugarte y Moscoso, antes La Mar, en San Isidro, se vivían las fiestas con una gran sencillez, eran “fiestas franciscanas”.
“Uno ponía la casa, otro traía una fuente de comida; había horas intensas de felicidad. Como niño no tenía participación, pero me asomaba desde una ventana al patio donde era la reunión, y veía y oía los disparates que se decían, o descubría lo bruto que podía ser un pariente”, remata ácido.
Le pregunto por alguna anécdota de ese entorno, y su rostro recobra la picardía de sus mejores años. No toma ni una sola gota de licor (por lo menos mientras yo estuve), pero igual se entusiasma. Y cuenta…
“Recuerdo que a un tío muy viejo lo invitaban a bailar muchas señoras, y él dijo: ‘¡Qué pasa esta noche conmigo, debo estar más guapo que nunca porque todas las chicas me buscan!’; y un primo hermano muy tonto le replicó: ‘No tío, es que les das pena porque estás muy viejo’. Y el tío le dijo: ‘¡Qué bruto eres muchacho!’”, reímos juntos, sin recelo, y luego le comento que su padre debió ser una imagen muy poderosa en su imaginario; todo un caballero que también sufrió lo suyo.
El padre
“Mi padre tenía tres hijos hombres: el primero era una tragedia, el segundo un dolor de cabeza, y yo el tercero, quien lo amó y quiso darle un diploma de abogado”, recuerda sus estudios en la Facultad de Derecho de San Marcos.
Ya cómplices por el diálogo añade: “Hay un hecho muy impresionante: el día que yo me gradué, mi padre fue operado de la enfermedad que lo terminaría de matar. Corrí desde el Patio de Derecho, en la Casona, al jirón Quilca y de allí directo a Wilson hasta la Clínica Internacional, donde estaba internado. Al enseñarle el diploma le dije: ‘¡Mira papá, hay un hijo que sí te da gusto!’”.
La emoción lo derrite, pero de inmediato prefiere hablar de los colegios por donde pasó: “La primaria fue en el Inmaculado Corazón, en la avenida Angamos, y de allí pasé a terminarla con los curas del Santa María; después la secundaria fue en un colegio inglés, el San Pablo en Chosica”.
Los hermanos
Entonces aprovecho para quitarme una duda: “¿Al colegio Santa María entró junto con sus hermanos, con Eduardo, por ejemplo?”. Su respuesta me cae como un rayo: “No, porque mi hermano Eduardo ya había abandonado el colegio y mi hermano mayor, Francisco, era un chico con retardo mental, que fue educado en colegios especiales en Estados Unidos”.
Francisco, su hermano mayor… Bryce rememora, en la calidez de su departamento, esa ausencia fraternal: “Fue una tragedia para mis padres, era el primogénito, en el que habían puesto sus esperanzas. Pero resultó totalmente discapacitado y epiléptico; sin embargo, con grandes habilidades manuales, hacía cerámica y pintura. La crueldad de la vida es que cuando tuvo un taller, un día amaneció ciego. Después se descubrió, al hacerle unas radiografías, que tenía múltiples fracturas, pero no sentía dolor ni se quejaba”, y calla mientras se apoltrona en su sofá crema.
Un silencio imperturbable se apodera de la sala. Rolly Reyna, el fotógrafo, se convierte en una estatua con la cámara quieta, hasta que el escritor retoma la palabra.
“Para ser un chico tan discapacitado fue toda una sorpresa que llegara a vivir hasta los 70 años, cuando la mayoría muere joven. Vivió acá en Lima junto con mi madre, ella fue quien lo educó, mucho mejor que en esos colegios donde se gastaba un dineral”.
Casi no me quedan ganas de preguntar más, pero el propio Bryce hace un giro en la conversa y recuerda a su otro hermano, Eduardo, aquel que amaba la música criolla y disfrutaba galantear a las mujeres más bellas de Lima. “Eduardo fue el rebelde sin causa y tenía gran éxito con las chicas. Era todo un don Juan, y era graciosísimo, y cantaba lindo y bailaba estupendo, y también era un hombre lleno de amigos y un gran vago”.
A Bryce no le avergüenza decir que su hermano Eduardo no acabó el primer año de media, que solo completó la primaria; quizás porque intuye que la vida es una sola, y que si no hacemos lo que nos plazca, algún día, el último, lo vamos a lamentar.
(Carlos Batalla)
Fotos Rolly Reyna/ El Comercio
Archivo