Todo valió la pena
El tamaño de mi felicidad mide 28 mil pasos. Son las 11:50 p.m. y mi reloj no miente. El recorrido ha sido extenuante, silencioso. De ida, la Javier Prado era una interminable serpiente de vehículos que se movía en slow motion. El atolladero parecía infinito. Un camión de bomberos encendió su sirena. ¿Habrá una emergencia o es solo una manera de abrirse camino? La ansiedad se disparaba. El tiempo no daba tregua. Pero ahí, en medio de ese caos naravilloso, una música alegraba mis oídos. Eran los cientos, los miles, que caminando como yo o asomándose por las ventanas de las custers, encaramados en los estribos, cantaban:
- Esa es la U, el mejor de los equipos…
Y cerca a la iglesia de los Testigos de Jehová compraban camisetas, se colocaban sus vinchas. Y más allá las gaseosas, las aguas heladas, las latas de cerveza. Y a seguir caminando porque van a ser las 8 y los carros no se movían, las esquinas se repletaban y el óvalo hormigueaba de miles que buscaban lo mismo.
Ya en el Monumental otra vez la espera. La lenta espera. Y a escurrirse entre el gentío en busca de un sitio, no un asiento, un sitio. Porque los partidos como este hay que verlos de pie, sin descanso, listos para saltar, aplaudir. Para abrazarnos. Para gritar. A veces intento racionalizar qué nos mueve usar cuatro o más horas de nuestras vidas para sufrir durante 90 minutos. Qué nos empuja a cancelar citas o postergar el descanso, a decidirnos ir a un lugar lejano e incómodo, a juntarnos con 50 mil desconocidos para ver a once cuerpos que parecen de dibujos animados darle a una pelota, mientras un señor mayor de camisa clara los mira con los brazos en la cintura, yendo y viniendo, con la cabeza abajo, rezongando, maldiciendo. O agradeciendo a Dios. ¿Vale la pena esta caminata sin fin de regreso a casa, mientras los colectivos pasan repletos y acomedidos choferes se arremolinan en las esquinas para ofrecerte una carrera a cambio de cincuenta soles?
Vale la pena.
Por el insultado Pérez Guedes, vale la pena. Por el indescifrable, José Rivera, vale la pena. Por el mil veces puteado José Carvallo, vale la pena. Por el elegante Horacio Calcaterra, vale la pena. Por el querido Aldo Corzo, vale la pena. Por el incombustible Rodrigo Ureña, vale la pena.
Por ganarle a Cristal, siempre, vale la pena.
Ya estoy en casa. Las rodillas duelen, las pantorrillas arden, el cansancio tumba. Pero no tengo sueño. Todo. Todo. Valió la pena.