Pura finta
Enmanuel Bermúdez Grau
Aquella mañana Walter despertó sobresaltado por una premonición. Durante buena parte del día estuvo deambulando por el callejón, pensativo, intentando reconocer de dónde le venía ese extraño abatimiento. Se echó sobre los hombros la camisa del equipo de sus amores y decidió dar un paseo en bicicleta: “cuando María me vea sobre esta shark me abrazará solita”. El sol estaba alto y encendía la calle borrando las señales de tránsito, dibujadas sobre el asfalto. Pedaleó fuerte y solo se detuvo a llegar al parque del Avión a beber agua. El lugar estaba casi vacío. Solo unos muchachos corrían entorno al oxidado avión. Walter recordó sus juegos de niño. Él también había pasado por debajo de esas alas metálicas, inventando un nombre para el piloto ausente. Mientras bebía, advirtió que un hombre lo observaba con curiosidad. Era alto y fornido; usaba zapatillas blancas y un buzo Umbro completamente azul. Sobre la cabeza ovalada llevaba una gorra.
—Hey, campeón— ¿Juegas al fútbol? le preguntó de pronto.
Walter no respondió. A pesar de estar solo, por una antigua sensación de inferioridad, pensó que la pregunta estaba dirigida a alguien más. Se volvió. No había nadie.
—Veo que tienes condiciones—. El hombre se acercaba sonriendo. Ahora llevaba un pito entre los labios. Walter retrocedió. Su rostro se había encendido. Lo dominaba el entusiasmo.
—Sí, respondió Walter— bajando los ojos. Soy delantero.
En efecto, durante su infancia había abrazado el sueño de convertirse en futbolista profesional—pero como sucede a menudo— por falta de apoyo, había sido relegado al terreno de los hinchas. Walter cierra los ojos: las calles angostas de su barrio en el Rímac son escenarios perfectos para disputar una pichanga. Al fin vuelve a tomar consciencia de su cuerpo.
—Soy entrenador de menores— dijo el hombre. No pude dejar de ver tu camiseta, es también mi equipo favorito. Ahora estaba serio. Agregó “estoy en busca de talentos para un nuevo club”
El rostro de Walter se iluminó. Sabía que tenía condiciones. Era verdad, habían pasado algunos años desde aquella vez que pisó una cancha grande, pero si entrenaba duro, podría recuperar su nivel. De eso estaba seguro.
El sol estaba ahora en su punto más alto y el calor se hizo insoportable. Una mujer se acercó hasta donde jugaban los chiquillos y les ordenó que la siguieran. Así lo hicieron.
— ¿Qué tengo que hacer? —se aventuró a preguntar, emocionado de estar frente a un casa talentos.
Es sencillo. El hombre se acuclilló y empezó a dibujar sobre la tierra unas figuras con la uña.
— ¿Ves esto? Walter se aproximó. Se llama movimiento de ofensiva, una progresión, ¿sabes lo que es eso? Walter asintió. —Pero eso puede esperar, lo que necesito ahora como requisito principal es medir tú físico: el entrenador entornó los ojos: —sin resistencia un deportista está fuera del juego. ¿Cómo estás de velocidad?—
—Bien respondió Walter, motivado. Con la práctica superaré mis fuerzas—
—Bien, bien— dijo el hombre— quiero que corras. Dos vueltas alrededor del parque serán suficientes. El entrenador lo miró a los ojos: ¿Aceptas el reto?
Walter se vio en el Estadio Nacional jugando la final del torneo de ligas. Anotaba un gol y, en la tribuna María sonreía enamorada.
—Sí respondió, listo. —
A mitad de la segunda vuelta alzó los ojos. Como el calor, el hombre había desaparecido. —“tuvo que hacer un encargo y tomó la bicicleta” vendrá pronto, pensó. —Así estuvo durante una hora esperando bajo la sombra de un árbol. Después, resignado empezó el camino de regreso a casa. —“Nunca estuve enamorado de esa” se dijo—. Sabía que él también mentía.