Defecto
Por Pablo Risco Moreno
Fue a María a quien le dije un día, que si cumplidos los treinta no había logrado ser feliz me daría un tiro. Entonces tenía veinticuatro años, y aquel día estaba con ella en un bar tomando un par de cervezas. María era de Madre de Dios y se había venido a Lima a ver qué pasaba, pero con la idea fija de no volver nunca más a su tierra. Por entonces yo trabajaba en una tienda de revelado fotográfico. Fue así como la conocí, ella trabajaba en otra tienda a la cual le hacíamos el servicio de revelado, porque ésta no contaba con laboratorio. María era la encargada de traer los rollos y recoger las fotografías ya reveladas. Así, entre tanta conversación comercial, un día la invité a salir, y nos hicimos amigos.
En aquella época yo tenía en mi corazón a Julia, una mujer que bien sabía nunca estaría conmigo. El amor que sentía hacia aquella mujer era un infierno del que no sabía cómo salir. Hice lo posible por conquistarla, menos lo que debí hacer en su debido momento, decirle lo que sentía por ella, aun cuando sabía que ella estaba enamorada de otro, y salía con él.
Aparte de todos mis defectos, tengo uno que me aleja de la felicidad por cobardía. Un defecto que desde pequeño me volvió una persona violenta. Cuando escuchaba que alguien me lo mencionaba, ya sea con intención o sin intención, para mí, desde que tomé conciencia que eso me hacía diferente a los demás, era una agresión donde más me dolía. Por esta razón me peleé con el mundo entero.
A María se lo conté todo, fue como se dice mi paño de lágrimas. Por entonces ella no tenía enamorado, pero era como si yo lo fuera. Nos llamábamos todos los días y nos contábamos lo que habíamos hecho, así sean cosas sin importancia. Los fines de semana salíamos a cualquier sitio, y cuando viajábamos en el bus, cuando no había dos asientos libres yo la llevaba en mis piernas. A ella claro no le importaba, pero a mí sí, por las cosas que me hacía sentir y por las que involuntariamente se me escapaban también. Caminar de la mano por las aceras, o a veces abrazados era más fácil de manejar.
Pero el tiempo pasó, y cuando yo ya había pensado en sacar definitivamente de mi cabeza y corazón a Julia, María me dijo que había conocido a alguien y que ahora tenía enamorado. La verdad que esta confesión no me dolió mucho, ella solo era un consuelo, un gran consuelo. Confieso que María era más bonita que Julia, pero es cierto eso de que en el corazón no manda nadie, cuando elige no hay otra que seguirle la cuerda.
Me resigné a la nueva situación con María. Ella además perdió el trabajo en la tienda, y yo la ayudé a encontrar trabajo de niñera en casa de unos conocidos míos. Ya no la veía seguido, y cuando la veía algo en ella había cambiado, algo que para siempre nos alejaba de un posible destino juntos, así lo sentía.
Pasaron los años. Julia dejó todo y se fue a España, y aquella noticia me hundió más. Hace tiempo que había perdido contacto con María. Un día, hace meses llamé a su trabajo y me dijeron que había regresado a madre de Dios.
Llegó el día de mi cumpleaños número treinta. Aquel día, al amanecer, me miré en el espejo, busqué mi defecto, ahí estaba pero había desaparecido. Sonreí, al recordar que aquel día debía darme un tiro.